Primero fueron las protestas en Ecuador, organizadas por la fuerza política del prófugo Rafael Correa, aunque no lograron voltear al gobierno de su sucesor, Lenin Moreno. Luego se desataron las protestas en Chile, usando el descontento de la población con una medida impopular como disparador para desatar un caos organizado, en el que la extrema izquierda apunta con claridad a derrocar al gobierno de Sebastián Piñera. Al mismo tiempo, los terroristas de las FARC en Colombia abandonan el circo del proceso de paz que montaron junto a Juan Manuel Santos para sobrevivir y vuelven abiertamente a la lucha armada. En Perú, el fujimorismo intentó, por su parte, voltear al presidente Vizcarra, al tiempo que, en Bolivia, Evo Morales recurrió al fraude para intentar perpetuarse en el poder, en una maniobra tan desprolija que era más digna de una comedia que del mundo real.
Tanto en Perú como en Bolivia, fueron las Fuerzas Armadas y de Seguridad las que se inclinaron abiertamente a favor de la defensa de la constitución y los derechos civiles, permitiendo que se mantengan los valores republicanos y democráticos en contra de quienes intentaron capturar el estado para beneficio propio. En ambos casos, fueron ellas las que inclinaron la balanza, en un caso para garantizar la permanencia de Vizcarra y en el otro para acelerar la renuncia de Morales, quien perdió los medios para reprimir a sus opositores.
En Chile, la falta de voluntad de Piñera, que demostró su completa incapacidad para enfrentar la crisis, les ha permitido a los grupos de izquierda la persistencia en su intento de desestabilizar al país para forzar la caída del gobierno, apuntando a ganar poder, seguramente con la intención de poder llegar al gobierno en un futuro próximo. Difícilmente Piñera pueda sobrevivir a la crisis, no tanto por la fuerza de quienes generan los disturbios, sino por su cobardía para intentar devolver el orden y hacer cumplir la ley.
En la Argentina, se detectaron células terroristas preparadas para generar algo similar a lo de Chile en caso de que Mauricio Macri llegara a la reelección, habiéndose detenido a varios de los terroristas con armamento y explosivos. No les fue necesario actuar, ya que el kirchnerismo logró ganar las elecciones.
En Brasil, poco antes de que Lula da Silva salga de la cárcel, a pesar de estar condenado en segunda instancia por corrupción, declarándole la guerra a Jair Bolsonaro, misteriosamente una gran mancha de petróleo venezolano contamina todas las costas del nordeste, sin que se logre determinar quién o qué vertió dicho petróleo, pero su origen genera sospechas de que haya sido algún ardid de la dictadura chavista para complicar a Bolsonaro, a quien ya habían intentado culpar, junto al gobierno izquierdista francés, de los incendios en el Amazonas (sin que ninguno de los que lo atacaba se preocupe por los incendios iguales que ocurrían en Bolivia).
En México, el gobierno socialista de López Obrador claudicó contra los narcotraficantes, tras perder el control de la capital del estado de Sinaloa y tener que liberar a Ovidio Guzmán, mientras que toda su política de seguridad (al igual que todas sus demás políticas) se hunde en el más rotundo fracaso y el país alcanza cada vez índices más altos de homicidios e inseguridad.
No hace falta describir lo que sucede en Venezuela, pero la dictadura chavista, junto a la cubana, lograron que los ojos de la región y el mundo dejen por un lado de mirar el desastre que se sigue consumando en Venezuela. Y la “brisa bolivariana” a la que hizo referencia Diosdado Cabello parece haber tenido ese objetivo, en tiempos en que el gobierno de Chile hablaba de la posibilidad de hacer un bloqueo a Venezuela y la OEA aceptaba el pedido de Colombia de convocar al TIAR ante el abierto apoyo venezolano a los grupos terroristas que operan en su territorio.
América Latina ha entrado nuevamente en una etapa turbulenta, en donde claramente hay dos bandos bien diferenciados y lo que está en juego es el propio sistema democrático y republicano.
Tras el fracaso del Foro De São Paulo, el “progresismo” latinoamericano formó ahora el Grupo de Puebla, liderado por los mexicanos y donde Alberto Fernández aspira a constituirse como protagonista. Este nuevo progresismo cada vez tiene una mayor distancia entre sus preceptos y sus acciones. Ineficientes al extremo en la administración pública, en general ligados al narcotráfico, a la corrupción sistemática en el estado y otros delitos, el Grupo de Puebla no parece ser más que un club de delincuentes enceguecidos con la captura de los estados, a los que pretenden luego corromper para que funcionen como si fueran de su propiedad, tal como hicieron los hermanos Castro con Cuba, el chavismo en Venezuela u Ortega en Nicaragua. Son una nueva versión, mejorada pero igual de tercermundista, de los dictadores latinoamericanos del siglo XX, cada vez más cercanos a los Batista, Somoza o Trujillo.
Bajo una falsa retórica de lucha por una igualdad que, una vez en el poder, solo lleva a igualar a todos en la pobreza, el nuevo progresismo en los hechos solo ha debilitado o destruido a las instituciones republicanas y democráticas, favoreciendo a las bandas criminales o directamente formando parte de ellas, como ocurre en Colombia o en Venezuela, y generando un descontento cada vez mayor en la población.
A esto se ha sumado una derecha poco inteligente, sin proyectos, incapaz de entender la realidad, sin carácter y muy cobarde en su mayoría, apegada a la corrección política -la nueva dictadura que impide la libertad de expresión-, que no puede arreglar los desastres económicos dejados por la izquierda, como ocurrió en la Argentina con Macri y hoy ocurre en Chile, Colombia y Brasil. Una derecha que no puede enfrentar a ese progresismo que, lejos de querer el crecimiento de los países y la mejora de las sociedades, pone palos en la rueda y, si es necesario, está dispuesto a prender fuego los países y destruirlo todo, sobre todo aquello que sus “defendidos” más necesitan, como fue el caso de Chile y la destrucción del Metro de Santiago.
América Latina hoy vive su momento más crítico tal vez desde el auge de las guerrillas comunistas en los años 60 y 70, donde, nuevamente, todas las sociedades del continente se valen en esta lucha que no es ideológica, sino ética. Donde no se enfrentan ya un socialismo que pretende sociedades igualitarias y una derecha conservadora que busca la preservación de los intereses de un sector, sino que es la sociedad en su mayoría la que se enfrenta a quienes, vestidos de progresistas, socialistas o comunistas, pretenden instalar tiranías para ser multimillonarios a costa de todos.
Además, es preciso entender que hoy prácticamente la totalidad de los grandes medios de comunicación se han vuelto agentes de propaganda de estos grupos, incluso aquellos medios que antes eran conservadores o fueron de derecha. Y esto se puede ver claramente en el tratamiento diferenciado de las noticias, donde Bolsonaro es el malo y Evo Morales una víctima, donde Maduro no es el dictador que oprime a los venezolanos y Piñera es tildado de represor por pretender hacer valer la ley.
Así como hoy ocurre en Bolivia, la sociedad debe hacer valer sus derechos y hacerle entender a quienes gobiernan desde la izquierda que ganar una elección no es un cheque en blanco ni otorga derechos por encima de la Constitución y la ley. Es un momento en el que la sociedad no debe bajar la guardia y controlar más a los gobiernos, debe comprender que en estos tiempos la diferencia entre un gobierno u otro no son medidas económicas coyunturales o algunas cuestiones sociales del momento, sino que representan la diferencia entre un sistema democrático y republicano y una tiranía.
En la Argentina ya se eligió, poniendo el castigo a Macri por encima de la racionalidad, al sacarlo por no haber arreglado los problemas que dejó el kirchnerismo y esperando que el kirchnerismo sea quien arregle lo que su inoperancia creó. Alberto Fernández hasta ahora no ha dado buenas señales sobre su gobierno, manteniéndose en una incógnita el rumbo económico, aunque el margen de maniobra que tiene es demasiado acotado. Sí ha dado señales de su apoyo a todos los líderes de izquierda de la región, más parece por quedar bien que por convencimiento, lo cual no es una novedad si se mira su carrera política. Pero, aunque no le guste, son Bolsonaro y Trump los que más pueden darle una mano a la economía argentina o hundirla y la relación con ellos es mucho más importante que la que pueda tener con todos los izquierdistas de la región, algunos de ellos ya despojados del poder y otros cuyas economías son completamente irrelevantes para la Argentina. Fernández, que enfrenta una puja dentro de su espacio mucho mayor que la que tiene afuera, deberá elegir entre el pragmatismo de asociarse con quienes pueden ayudar a la Argentina o aceptar la presión de quienes le piden un giro a la izquierda.
Como persona sin convicciones y con un fuerte deseo de poder, creo que es más probable que jugará un poco a dos puntas, como está haciendo ahora (izquierdista en lo político y derechista en lo económico) y esperará a ver quién parece más ganador en la nueva pulseada latinoamericana. El desenlace de la crisis de Chile puede ser lo que más incline la balanza hacia uno u otro lado, sumado al resultado de la segunda vuelta electoral en Uruguay, ya que una derrota del Frente Amplio dejaría a la Argentina como único país con gobierno progresista en el Mercosur.
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