Por José Martiniano Duarte
10 de junio de 1982, al mando de una patrulla de mi Sección nos enfrentamos a una fracción del SAS (Special Air Service - Fuerzas especiales británicas). Combate en el que triunfamos, produciéndole una baja y tomando un prisionero. Mi recuerdo y mi orgullo para mis hombres de aquel combate: Eusebio Moreno, Francisco Altamirano y Roberto Ríos.
Desde finales de mayo habíamos quedado en Puerto Yapeyú (Puerto Howard), mi sección completa y el teniente primero Sergio Fernández con un grupo de emboscada antiaérea, como se le llamaba al equipo formado por dos lanzadores de Blowpipe (Misil antiaéreo de corto alcance).
Los helicópteros, que eran los únicos vehículos capaces de regresarnos a Puerto Argentino y reunirnos con el resto de la Compañía de Comandos 601, habían sido derribados o se encontraban empeñados en el combate por las alturas que rodean la capital de las Islas.
La explicación de por qué quedamos varados del otro lado del estrecho es simple. La falta de disponibilidad de medios aéreos (helicópteros), para transportar a toda la Compañía de Comandos en una sola ola, y la promesa de ser recuperados lo más rápidamente posible. Todos los que quedamos en la Isla Gran Malvina deseábamos la pronta recuperación. El regreso a Puerto Argentino.
La misión principal que teníamos (que nos auto impusimos) en ese pequeño puerto sin barcos de la Gran Malvina, era la de observar la Bahía de San Carlos desde un puesto de observación en el Monte Rosalie, al norte de la isla y a más de treinta kilómetros de distancia. El enemigo, una vez que estableció su cabeza de Playa, comenzó a extender, metódica y progresivamente, su dominio sobre la Isla Soledad, en busca de la conquista del objetivo estratégico operacional de la campaña: Puerto Argentino.
Desde que la flota había arribado al Atlántico Sur, el objetivo estratégico militar de la campaña, el dominio del espacio aéreo y naval, había estado en poder de los británicos. Esto les garantizaba, salvo las ocasiones en que la audacia de los pilotos de la Fuerza Aérea Argentina producía algún desequilibrio momentáneo, el dominio absoluto de todo el territorio del archipiélago.
La noche del 5 de junio, el teniente primero Leopoldo Quintana, uno de mis dos jefes de grupo, luego de recibir la orden y preparar su equipo, partió con su patrulla de exploración constituida por el sargento primero Juan Carlos Ruiz, el sargento Oscar Alfredo Pérez y el cabo primero Miguel Rivero. Los acompañé unos metros hasta que estuvieron próximos a las posiciones de la compañía “C”, del Regimiento de Infantería 5. Debían recorrer más de treinta kilómetros hasta alcanzar el Monte Rosalie y observar la Bahía de San Carlos.
Mientras caminaba a su lado, les recomendé algo que ellos sabían de sobra, su misión era de exploración y debían observar e informar: No debían, no podían, empeñarse en combate.
- Quintana –le dije, mientras los acompañaba-, esta es una misión de exploración–. Me miró con una expresión que me hizo acordar a “El Arte de Mandar”, de André Gavet: “Los hombres valientes y dispuestos son siempre altivos…”. Igual se lo repetí dos o tres veces más. Le recordé también el punto de encuentro alternativo en Muny Branch, un caserío en el centro de la Isla, al norte de Puerto Yapeyú.
- Sí, sí mi teniente primero, regrese que hace frío -me dijo impaciente Quintana, mientras se acomodaba el fusil.
No los volví a ver hasta la noche del 8 al 9 de junio. Los habían descubierto y el enemigo había intentado aferrarlos y cercarlos. Los británicos se movían con absoluta libertad, apoyo de fuego y comunicaciones. Dos helicópteros con hombres equipados los persiguieron por horas. Eludieron varios encuentros próximos, a no más de trescientos metros, con patrullas enemigas, siempre muy superiores en número y, principalmente, en apoyos. Solo la habilidad, el valor y el entrenamiento de mis hombres y la capacidad de conducción de Quintana habían hecho que burlaran varias veces el cerco. Por supuesto, habíamos perdido el contacto.
Alisté al resto de mis hombres y salimos de noche hacia Muny Branch. Nos movimos durante unas horas hasta que la carta, la brújula, unos matorrales, un seto vivo y el camino elemental que parecía caer en la penumbra de un bajo, nos dijeron que habíamos llegado. Como sombras, mis hombres se aproximaban dejando una estela de bultos en la noche. El silencio total, en esa oscuridad, nos hizo pensar en la presencia de tropa al acecho. Sabíamos que había solo dos posibilidades: eran ellos o era el enemigo.
Primero fueron unos ruidos, unas señales de silbidos y chasquidos, mensajes que sólo nosotros podíamos reconocer. La respuesta fue satisfactoria. Ellos sentían y presentían lo mismo que nosotros; solo entonces iniciamos la aproximación final. Mi gente estaba intacta y la alegría del reencuentro valió todo el esfuerzo.
Regresamos a Puerto Yapeyú y lo cierto es que nos habíamos quedado sin el puesto de observación que nos permitía cumplir con la misión y esto en la guerra es terrible. El Tte. 1ro Sergio Fernández, al que yo consultaba, a veces, por ser el más antiguo de la Compañía de Comandos en la Isla -había quedado con dos hombres de su sección para conformar el equipo de emboscada antiaérea-, insistía que debíamos encontrar rápidamente otro lugar desde donde observar. Yo pensaba que debíamos tomarnos tiempo para encontrar una posición que nos asegurase el necesario repliegue en caso de ser descubiertos. Una vez que uno atravesaba las últimas posiciones amigas y sobrepasaba la distancia del alcance de las armas de la defesa, se encontraba en territorio adversario. No quería regalarle una victoria fácil al enemigo.
Recuerdo que nos quedamos hasta tarde mirando la carta y analizando las posibilidades, las alturas, la costa y las dificultades que presentaba un adversario que era dueño del espacio aéreo, naval y terrestre. La verdad es que, en un territorio completamente dominado por el enemigo y sin apoyos de ninguna clase, no se hacía nada fácil transitar, alcanzar una posición segura y mantenerla por el tiempo necesario que permitiera obtener información.
La mañana del nueve de junio, con toda mi sección, menos la patrulla de Quintana, estábamos en camino. La idea era evitar los llanos y bordear el estrecho, hacia el norte por las alturas y, en lo posible, encontrar un lugar desde donde pudiéramos observar la cabeza de playa enemiga.
San Carlos, era más que una misión, era un zahir, como el de Borges, que nos obsesionaba, un enigma que nos atormentaba, nos desvelaba y a la vez nos atraía porque, aunque en nuestro imaginario desierto de futuro la guerra estaba perdida, el deseo de encontrarnos con el enemigo y luchar hasta el final, estaba siempre presente en nuestro ánimo. La visión de lo que ocurría y la imaginación nos confirmaban el final, pero buscábamos el combate.
Alcanzamos unas piedras enormes, como crestas, un desfiladero de basalto que formaba un corredor. Nos detuvimos a observar y encontramos rastros de actividad reciente, pero, aunque consideramos que podrían ser huellas enemigas, eran tantas las posibilidades que, al no encontrar evidencias certeras, continuamos la marcha.
Poco después pensé que mi patrulla era un despropósito en esa inmensidad. “Tantos hombres para encontrar un lugar, si con solo cuatro podría…”, pensé.
- Yo seguiré con Moreno, Altamirano y Ríos. Usted regrese con el resto –le ordené al teniente Isidro Alonso Jardel, mi otro jefe de grupo, mientras nos preparábamos para continuar la marcha después de un breve descanso. Alonso y su mirada me decían que no. Trató de argumentar y lo dejé hablar, pero no accedí. Él quería que siguiéramos todos.
No había una causa particular por la que seleccioné a esos tres hombres. Podrían haber sido otros, dado que, en mi sección, la 1ra Sección de la Compañía de Comandos 601, contaba con combatientes extraordinarios. Eusebio del Tránsito Moreno es un soldado tenaz, con todo lo que debe tener un combatiente. Inteligente, resistente, valiente y capaz de enfrentar a las Keres, si fuera necesario; Roberto Félix Ríos (Terco), que estuvo conmigo en más de un combate, era muy joven en aquel entonces, no me hubiese sido posible desprenderme de él y Francisco Altamirano, un hombre reposado y de experiencia, con todos los conocimientos que da la madurez y el vigor intacto.
Todos mis hombres dieron muestra de una gran fortaleza física y espiritual y nunca decayó su moral; Rubén Antonio Llanos, Odilón Eugenio Mencía, Félix Cantalicio Gómez, Ángel Antonio Soria, Carlos Alberto Vera (Pigistriqui), Rodolfo Campanello (Chicho), Luís Contreras Pichihuelches; todos ellos guerreros de candor, llenos de heroísmo, amor a la Patria y alegría. Sí, alegría en el combate. De muchos de ellos fui instructor de comandos. Y algunos de ellos fueron mis instructores. El que sabe y puede, enseña, y el novato, aprende; así es para los comandos. Un lazo de unión y un sentimiento que se aprende en el sacrificio: La camaradería, que es una amistad de soldados. Un hilo conductor delgado como la seda, pero duro y fuerte como el acero cuando es verdadera.
Cuando recuerdo a mis hombres pienso que es una lástima que las autoridades argentinas, que fueron tan generosas al darnos la posibilidad de enfrentar a uno de los mejores ejércitos del mundo, por su equipamiento, adiestramiento, tecnología y disposición, fueran tan ahorrativas en metales baratos y género, a la hora de premiar el valor de sus soldados. A esa insólita y abrupta variación de la generosidad, le debemos tantas tristezas y desencuentros, que hoy apenas hemos comenzado a superar.
Seguimos los cuatro hasta que se hizo de noche por las alturas que bordean el Estrecho de San Carlos, hacia el norte. Nos detuvimos entre las rocas a racionar y descansar en “base de patrulla reducida”, que es dispersarse en el terreno y cada uno hacerse responsable de un sector de seguridad para, entre todos, intentar cubrir los trecientos sesenta grados. Atentos a cualquier movimiento, porque sabíamos que los enemigos que podíamos encontrar eran también soldados sigilosos. Esa noche percibimos movimientos próximos; solo podríamos entender que uno de nosotros se había movido por alguna necesidad fisiológica. La sorpresa fue que, a la mañana, mientras nos preparábamos para continuar, todos comentamos lo mismo, pero ninguno se había movido de su lugar.
Muy temprano continuamos la marcha hasta donde la geografía nos permitió, donde se cortaba por una lengua de mar la línea de alturas que bordean el Estrecho hacia el norte. Era un lugar elevado y a cubierto. Perfecto. Sin embargo, el mar era siempre un obstáculo. La visión que nos proporcionaba el anteojo de campaña, esa luminosa mañana del diez de junio era nada; a pesar del cielo completamente azul, el aire diáfano y la excelente visibilidad; apenas una línea negra, fina y distante en el horizonte, nos hacía presumir la bahía de San Carlos. Los instrumentos y los cálculos nos decían que ahí estaba. Una cosa nos llamó la atención esa mañana, el ruido de turbinas nos indicaba que despegaban y aterrizaban aviones (Harrier) en San Carlos. Esa era toda la información que obtuvimos desde allí y la comunicamos. Era mucho y era casi nada. Encender la radio y comunicarse era ya una decisión difícil, estábamos en territorio enemigo y ellos tenían la tecnología que les permitía detectarnos.
Decidí que al otro día debíamos continuar la búsqueda, bordeando las entradas de mar y, sin reparar en las alturas, alcanzar un lugar desde donde tener una mejor visión. Una misión que Alonso iba a aceptar de buena gana, porque estaba deseoso de acción y yo se la había truncado el día anterior; su mirada de hielo me lo había dicho. Su despedida, cuando se marchó con el resto de la sección, fue igual a su mirada.
Regresamos siguiendo la línea de alturas. Como siempre alternativamente, a un lado y otro de la cima, sobre la cresta militar, para no recortar la figura en el horizonte y manteniendo la distancia de quince a veinte pasos entre hombre y hombre; la dispersión saludable y necesaria que permitía no convertirse en un blanco seguro. Una ecuación de seguridad que era más “de manual” que real, en aquella inmensidad gobernada por el enemigo. Las rocas proporcionaban cubiertas desde las cuales observar en todas direcciones y las usábamos con frecuencia.
“Mi Mayor, Mario Castagneto, me has abandonado a mí y a mis hombres aquí del otro lado del estrecho, del maldito estrecho”, pensaba mientras caminaba. Y era seguro que él -lo supe en ese momento y lo sé también hoy- cargaba con la impotencia de querer y no poder recuperarnos para la batalla final tan cercana, que seguro intuía y que yo apenas presentía, por la poca información que disponía.
Apuré el paso y entregué la radio mochila que turnábamos. Tomé la punta de la patrulla. Ya era casi mediodía y diez kilómetros de turba y piedra y un combate seguro –aunque todavía no lo sabíamos-, nos separaban de puerto Yapeyú.
Seguimos uno o dos kilómetros más y otra vez las rocas como paredes que habíamos reconocido de ida. Decidí pasarlas por la derecha, por el Oeste, manteniendo la visión lejana del poblado de Puerto Yapeyú y dejar la visión del mar. Confieso que pensé en registrar el interior rocoso otra vez, pero me urgía el día después: Con Alonso debíamos encontrar un lugar desde donde observar la cabeza de playa del enemigo.
Recorrí la pared que, a mi izquierda, a centímetros, era de laja maciza de casi cinco metros de altura. Caminé junto a la piedra unos metros. El sigilo era cosa natural, no premeditado, aprendido en largos días y desveladas noches. Me detuvo un ruido cotidiano, impensado en ese lugar; di un paso más, era un tráfico de radio y una voz extraña y entrecortada a uno o dos metros de donde estaba. En un instante la sorpresa le dio paso a la certidumbre. Ahí mismo, del otro lado de la roca había gente hablando por radio. Examiné la pared de piedra con rigor buscando una grieta. Giré la vista y Moreno se acercaba mirando y me miraba preguntándome. Él todavía no escuchaba, pero al ver mis movimientos, supo que algo no estaba bien. Cuando estuvo cerca le apunté la mirada y le indiqué que escuchara con el dedo índice en mi oreja. Una señal que sabía que él sabía. Los ojos de Eusebio se iluminaron y abrieron enormes y su cabeza dijo sí en un movimiento, comprendió, estaba escuchado lo que yo escuchaba. Una cosa recuerdo con particular nostalgia: La expresión de Eusebio fue de sorpresa, pero no de miedo o desazón, fue de alegría feroz. Para él –lo sé por lo que ocurrió y por lo que hablamos después-, habíamos encontrado el combate que buscábamos.
Empezamos a retroceder como en otro tiempo, en otro ritmo, lentamente, más sigilosos aún. Mientras tanto, mil dudas pasaron por mi mente: ¿Era una patrulla enemiga? ¿Era un equipo de control aéreo propio? –aunque nunca los hombres de la Fuerza Aérea se alejaban de las propias líneas- ¿Eran Kelpers campeando ovejas? –Los Kelpers hablan inglés, salían a buscar ovejas y se comunicaban con radios- ¿Era la avanzada de una fuerza mayor que estaba aproximándose, tal vez intentando envolver la posición de Puerto Yapeyú?
Ocho, diez metros hacia atrás, hacia el norte, había unas rocas. Ahí nos detuvimos y nos desprendimos del equipo.
- ¿Hablaban en inglés? –le pregunté a Eusebio, como si tuviera que confirmar mis certezas, mientras dejaba la mochila sobre el piso.
- Sí, son ellos –me dijo sin dudar, mientras deschavetaba una granada de mano con destreza y mantenía el fusil con ambos brazos. Me miraba entusiasmado como un chico que se preparaba a jugar y pretendía arrastrarse hasta el lugar.
- Esperá –le susurré; tenía que estar seguro, y sé que no lo hubiese autorizado, aunque estuviese seguro.
Ríos y Altamirano habían visto nuestros movimientos y sabían que algo pasaba. Llegaron casi juntos y se desprendieron del equipo, actuando por imitación, sigilosos. Sabían que hacer. No tuve necesidad de decirles, unas señas bastaron.
Tomamos posición detrás de las rocas. Las mil dudas no se habían despejado. No quería combatir contra kelpers; Eusebio hizo el movimiento de arrojar la granada y le tomé el brazo.
- Pará, ya vas a tener tiempo para… -le dije en el momento en que veía un soldado arrastrándose entre las rocas hacia nosotros. No me veía, no nos había visto.
Era un morocho con pasamontañas verde oliva. El pasamontaña y la cara del morocho de negros bigotes, aportaron más indicios a mis dudas. Principalmente, la particular prenda me era familiar, cosa que después confirmé. Lo veía de frente a unos ocho metros, solo su rostro y sus hombros. Decididamente no parecía inglés.
- ¡Alto! ¿argentino o inglés? –le grité y me miró asombrado y, aunque no esperábamos a esa altura una respuesta tranquilizadora, me asomé aún más y le grité que salieran con las manos en alto.
- ¡Hand up… hand up! –le dije, para reforzar.
La respuesta fue una ráfaga de AR15, calibre 5.56 milímetros, que ahora sé, pero en ese momento entendí solo como una invitación al combate. No hubo más dudas, era el enemigo. Aunque en el combate siempre persisten las dudas, lo tremendo en este caso era que, estando al mando de esa pequeña fracción, yo no sabía (no podía saberlo) si el enemigo al que enfrentaba era una patrulla de exploración o una fuerza que nos superaba en número y que nos podría aferrar a escasos diez metros de distancia ¡Vaya manera de quedar aferrado! Combatir era la única opción, que era lo que mejor sabíamos. Y es lo que hicimos. Y creo que lo hicimos bien.
Eusebio estaba feliz, arrojó su granada con tanto brío que fue a dar dentro del pasadizo de rocas donde ya se había perdido el soldado enemigo, mientras todos abríamos el fuego. Recuerdo que me refregué los ojos porque la sorprendida ráfaga del morocho dio justo delante de mí y de Altamirano, en el parapeto de rocas que nos cubría.
Mientras disparábamos, y nos disparaban, en fracciones de segundos calculaba las bocas de fuego que estábamos enfrentando. Esperaba sumar, pero no fue así. Le ordené a Ríos que disparase una granada de fusil hacia la posición enemiga y una granada detonó detrás nuestro, muy por detrás, ineficaz y fuego nutrido sobre nosotros. Pero no se sumaban armas. Un cálculo autómata me decía que no había ahí adelante más hombres que nosotros.
La sorpresa, la distancia del contacto –no más de 15 metros-, el aferramiento mutuo consecuente, nuestra absoluta falta de apoyos que hacía que el tiempo jugara en contra nuestra y, tal vez, la imposibilidad de ellos de solicitarlos por la urgencia que les impuso nuestra agresividad y decisión, hicieron que este fuera un combate a muerte. Y cuatro contra cuatro, en un combate a muerte, es un buen número. Disparábamos haciendo fuego apuntado.
Dos hombres haciendo un extraordinario valet de fuego, movimiento y destreza, se desplazaban ahora hacia nuestra izquierda (Oeste). Pensé que pretendían envolvernos.
Ríos finalmente disparó la granada de fusil, que fue a estallar por detrás de los que se movían y Moreno aprovechó para desplazarse hacia la izquierda, arrastrando a Ríos.
- Qué carajo hacemos todos aquí amontonados –se fue diciendo con su acento sanjuanino y risueño. Asombroso.
La acción se desplazó a la izquierda, hacia la bahía y las alturas que nos separaban del Estrecho de San Carlos. Aun teníamos el conjunto de rocas al frente, pero ya no recibíamos fuego desde ese lugar. Al menos era extraño.
Altamirano apuntaba y disparaba a mi lado desde la posición de rocas. Ambos apuntábamos y disparábamos. Lo hacíamos alternadamente sobre los hombres que aparentemente pretendían alcanzar una posición a nuestro flanco izquierdo y sobre la posición inicial, las grandes rocas que se alzaban frente a nosotros. No era imposible que en cualquier momento recibiéramos fuego desde ese lugar. Creo que la incertidumbre y la imaginación producen esas obsesiones.
Fuego y movimiento, así fueron tomando distancia y ganándonos el flanco izquierdo. De pronto, mientras uno de ellos nos disparaba, el otro corrió y dio un salto volteándose en el aire, cayó y siguió disparando. El otro se incorporó y mientras lo sobrepasaba lo vio desarmarse, derrumbarse. Todos lo vimos. Se detuvo, tal vez un instante antes de ser alcanzado por un disparo, porque le apuntábamos y le disparábamos y era un blanco rentable. Arrojó el fusil y gritó palabras incomprensibles, desesperadas. Se estaba rindiendo. De repente se convirtió en persona y dejó de ser un blanco.
Nosotros desplazamos el fuego hacia las rocas que teníamos enfrente. No podía creer que no escuchásemos más disparos. Se hizo una pausa de fuego y cambié el cargador.
El hombre que agitaba los brazos y gritaba, ahora desarmado, imploraba por su vida. No entendíamos qué decía, pero se aferraba a la vida.
- ¡Come here, come here! – le grité asomándome, mientras seguíamos disparando contra las rocas - ¡Venga con los brazos en alto! - Y el hombre se fue acercando.
Al llegar, vimos que temblaba y gritaba, imploraba. Frente a él había unos soldados que, como él, vestían uniforme mimetizado, usaban boinas verdes, estaban enmascarados y se movían con la soltura de soldados aislados, sigilosos y entrenados. Veía lo que podía, sombras que se movían entre las rocas, no sabía cuántos éramos ni que planes teníamos para con él. Me esforcé por hacerle entender que era prisionero de guerra.
- ¡Prisionero de guerra, convención de Ginebra! – le repetí varias veces, mientras le mostraba que ponía el seguro del fusil, hasta que dejó de temblar.
Así y todo, pasó un rato hasta que pude lograr que me diera la espalda y pusiera las manos contra la roca para registrarlo.
- ¿Cuál es su grado? –interrogué, cuando lo tuve otra vez frente a mí.
- ¡Soldier, soldier! –repitió varias veces. Luego supe que era el Cabo Primero Ray Fonseca.
- ¿Cuál es el grado del otro? - Le pregunté señalando hacia el lugar del caído.
- Soldier, soldier – insistió. En realidad, era el Capitán John Hamilton. Ambos eran miembros de SAS (Special Air Service). Hamilton, de destacada actuación en el conflicto, había participado en el desembarco en las Georgias, donde habían obtenido el pasamontaña de la Infantería de Marina Argentina, que me había resultado familiar cuando vi al morocho. Se había desempeñado también como uno de los comandantes tácticos de la operación contra el aeródromo de Isla Borbón, donde nos destruyeron once aviones.
- ¿Cuántos son?
- Two, two…
- ¿Solo dos? – insistí.
- Two, only two –dijo. Después, mucho después, supe que también me había mentido. Era una patrulla de cuatro hombres. Tal vez, dos de ellos estaban en misión de exploración, alejados del lugar en momentos del encuentro o tal vez se replegaron por las alturas hacia el sur, una vez que el jefe fuera abatido.
- ¿Cómo llegaron hasta aquí?
- ¡By helicopter! – respondió haciendo girar una de sus manos. No me decía nada y me estaba diciendo mucho, porque era casi una obviedad. Los había escuchado hablar por radio y estábamos, como mucho, a diez minutos de helicóptero de San Carlos. Entendí que no tenía tiempo que perder. Una baja y un prisionero, a esas alturas, eran un buen resultado, pero, si el caído estaba con vida, íbamos a tener problemas. La situación no era sencilla, no podíamos llamar por radio y pedir apoyo sanitario, no disponíamos de apoyo aéreo cercano ni posibilidad de refuerzos. Tampoco podíamos hablar con el enemigo para que rescatase al caído. Ellos, los ingleses, eran los únicos en doscientas millas a la redonda que tenían esas posibilidades. Nosotros no habíamos sido entrenados para abandonar a un herido a su suerte, aunque fuese enemigo; si el hombre estaba con vida íbamos a tener que llevarlo, entre nosotros cinco, incluido el prisionero.
- Moreno, adelantate a ver al caído – grité, y Eusebio se fue acercando mientras lo cubríamos atentos, expectantes, siempre haciendo fuego hacia las grandes piedras. Llegó, apartó el arma, se inclinó sobre el hombre, lo examinó y se incorporó para hacerme señas. Las señales fueron categóricas: el soldado estaba muerto.
Le pregunté al prisionero si hablaba español y me respondió que hablaba inglés e italiano. Esto fue un alivio. “italiano es otra cosa”, pensé, y le dije, en ese idioma, que sentía mucho que su “amigo” estuviese muerto. Sentía que debía tranquilizarlo.
- No es mi amigo –me respondió en italiano, con esa natural gravedad que suelen tener los soldados valientes. Ya había recuperado la calma porque sabía que, si no intentaba ser un héroe, iba a vivir para contar su historia. A partir de esa certeza ya no me entendió casi nada, ni en italiano ni en inglés ni en español. Por mi parte supe que debía cuidarme de él y le hice saber que se cuidara de mí.
- Dame una sola oportunidad para matarte –le dije cuando iniciábamos el repliegue, mostrándole como jugaba con el seguro del fusil y señalándole la dirección de marcha. Comprendió y comenzó a entender todas mis indicaciones.
Les ordené a mis hombres que registraran el lugar rápidamente, que tomaran y transportaran todo lo que pudieran del equipo enemigo y nos replegáramos. Íbamos a dejar al soldado muerto en el lugar donde cayó hasta el otro día cuando, con más tiempo y seguridad, pudiéramos rescatarlo. Esta fue una decisión íntima y personal porque no iba a arriesgar a mis hombres. No me equivoqué porque, a los pocos minutos de iniciar el repliegue, un par de aviones Harrier pasaron sobre nosotros. La actividad aérea nos obligó reiteradamente a tomar posición de cuerpo a tierra, mientras nos acercábamos a Puerto Yapeyú. Una formación que se alargó considerablemente, por la demora que significó el registro del lugar y por el peso del equipo que transportaban Moreno, Altamirano y Ríos, que llevaron todo lo que encontraron.
En una de esas oportunidades en que tomábamos la posición de cuerpo a tierra para evitar ser vistos por los aviones ingleses, observé que el prisionero me miraba serio, grave, como si se interrogara sobre lo ocurrido, como no pudiendo creer lo que le estaba pasando.
- La guerra es la guerra –le dije, sin la intención de que comprendiera-, hoy sos vos, mañana puedo ser yo…
- No, ¡políticos! –me respondió con una expresión que me hizo reír, porque entendí lo qué estaba pensando.
Cuando las posiciones adelantadas de la compañía “C”, del Regimiento de Infantería 5 estuvieron a la vista, le ordené a Altamirano que se adelantase y transmitiera que estaba todo bien. Estaba seguro que, a la distancia, habían escuchado el combate y se habrían preocupado. Los hombres de la Compañía “C” no eran más de diez y, cuando vieron que llevábamos un prisionero, estallaron de alegría. El jefe de fracción, se adelantó con dos de sus hombres a recibirnos y darnos una calurosa bienvenida.
En la tarde del 14 de junio, el coronel Mabragaña, jefe del Regimiento de Infantería 5, nos pidió a Fernández y a mí que lo acompañáramos a la mañana siguiente, en la conversación que iba a tener lugar en su puesto de comando con el comandante inglés. Nosotros dependíamos y cumplíamos órdenes de nuestro jefe de compañía, el mayor Castagneto, desde Puerto Argentino. Ambos decidimos, y así se lo hicimos saber, que haríamos lo que él ordenarse según lo que pactara con el comandante enemigo. Puerto Argentino había ya caído en poder de los ingleses.
El coronel Juan Ramón Mabragaña, es un hombre cabal, un tipo tranquilo como un abuelo, pero con la decisión de un guerrero, si la situación lo impone. Lo dejaba ver, lo transmitía naturalmente. Un jefe manso y decidido, una mezcla de soldado y padre protector. Capaz de llorar en silencio y sin pudor la herida o la muerte de uno de sus soldados y de adoptar decisiones sorprendentes. Los hombres en la guerra muestran lo que realmente son.
Después de operar la zona de aterrizaje que habíamos marcado con mi sección y a la que arribaron tres helicópteros, acompañé al coronel británico hasta el puesto de comando del jefe de regimiento; donde tuvo lugar una grave pero amable conversación entre ambos coroneles, en la que se pactaron los términos de la rendición. Fernández y yo solo escuchamos.
Cuando terminó la reunión y salimos del puesto de comando del jefe de regimiento, me adelanté al coronel inglés para entregarle la identificación del capitán Hamilton; le conté brevemente la acción de combate en que había caído, le informé que teníamos un prisionero y destaqué el valor del oficial muerto en combate.
- Ha sido para mí un gran honor enfrentar a un soldado como el Capitán Hamilton –le dije.
- ¿Hamilton? –se sorprendió-, por varios días no hemos sabido de él y lo estamos buscando. Le informé que habíamos velado y enterrado al oficial con los honores correspondientes en el Ejército Argentino y que sus restos descansaban ahora en el cementerio de Puerto Yapeyú.
- Quiero destacar su valentía y destreza y me gustaría guardar su casquete, no como trofeo de guerra –le aclaré-, sino como recuerdo de un soldado valiente contra quien he tenido el honor de combatir. Le ofrecí mi boina a cambio.
El coronel se emocionó y, después de estrecharme la mano, me dijo que con gusto lo haría, pero que era tradición en el ejército inglés entregar el cubre cabeza del caído a su viuda.
Una vez que las tropas inglesas llegaron a Puerto Yapeyú, un oficial se presentó ante mí.
- Sabemos que ustedes son comandos –me dijo-, nosotros también lo somos. Tengo expresas órdenes de darles a ustedes tratamiento especial.
Cuando se alejó, recuerdo que les dije a mis hombres:
- Creo que tienen planes de mandarnos al fondo de la bahía –me costaba creer tanta amabilidad. El oficial inglés había remarcado lo de “tratamiento especial”.
Lo cierto es que al tiempo se aproximaron otros oficiales y las expresiones “please”, “sorry” y “excuse me” presidían o completaban todas sus indicaciones; nos mostraron donde dejar el armamento, cosa que hicimos después de destruirlo y, cuando debieron registrarnos, nos pidieron que nos pusiéramos frente a tres oficiales, a unos tres metros de distancia y nos indicaban que les mostráramos lo que contenían nuestros bolsillos y nuestras mochilas. Nunca nos apuntaron y mantenían las manos cruzadas a la espalda.
- ¿Personal? – interrogaban cuando alguien les mostraba algún elemento del equipo; como una brújula, por ejemplo.
- Personal – respondían mis hombres. Y los autorizaban a conservarlo. Esto hizo que después, durante toda la travesía; primero a San Carlos, luego a Puerto Argentino y finalmente a Puerto Madryn; mis hombres anticiparan desde sus alojamientos en el buque, el rumbo y el destino hacia donde navegábamos.
Finalmente, un oficial se acercó, nos pidió que lo acompañásemos poniéndose al frente y nos condujo al embarcadero donde, una vez arribado el lanchón que nos llevaría al buque de transporte, nos indicó que embarcáramos e hizo el saludo militar como despedida hasta que todos estuvimos dentro.
Epílogo
Antes de avanzar sobre la última parte de este relato, quiero reiterar mi profundo agradecimiento a mis hombres de la 1ra Sección de la Compañía de Comandos 601. Todos ellos son los verdaderos protagonistas de estas acciones. Y muy especialmente mi reconocimiento a Eusebio Del Tránsito Moreno, Francisco Altamirano y Roberto Ríos. Tres combatientes excepcionales y, para mí, los mejores del mundo.
Agradecer a todos ellos, que me han hecho el enorme honor de permitirme conducirlos en la guerra durante toda la campaña. Y expresarles que los volvería a elegir si el destino nos regalase otra batalla.
Veinte años después, el año 2002, fui invitado a Londres por un diario inglés para entrevistarme con la viuda del capitán Gavin John Hamilton. Primero me preguntaron, a través de un periodista, si yo estaba dispuesto. Respondí que personalmente no tenía problemas, pero que la última palabra la tenía el Ejército Argentino, dado que estaba en actividad. Finalmente hicieron la invitación oficial a través de la Embajada Argentina en el Reino Unido y el Ejército dio el visto bueno.
El coronel Federico Anschütz, que era en ese momento el Agregado de Defensa argentino en el Reino Unido, hizo las gestiones y los arreglos para que la entrevista tuviese lugar en las oficinas de la Agregaduría a su cargo.
Finalmente, la entrevista se produjo. Primero -más que puntuales- llegaron los periodistas del News of the World, con sus cámaras y equipos. Tanto la viuda del combatiente británico, como el combatiente argentino, eran para ellos objetos que tenían el valor de una nota exclusiva, de un producto comercial. Uno de ellos me contó que era veterano de guerra de Malvinas. Él dijo Falkland y yo hice que entendí. Unos minutos después recibimos a la señora Carter, la viuda de Hamilton.
- Él es el que mató a su marido héroe –le dijo el periodista del News of the World a Victoria Carter, cuando nos presentó en la sala de la Agregaduría de Defensa de la Embajada Argentina en Londres, tal vez intentando lograr alguna reacción que le permitiese obtener una ventaja, una palabra o una expresión que plasmar en una fotografía; y realmente es una pena que siendo inglés y aparentemente instruido, no hubiese aprendido nada de Gilbert. K. Chesterton: “Los espíritus malvados suelen equivocarse al no confiar en las virtudes del género humano”.
Victoria Carter me estrechó la mano con firmeza, con una enorme sonrisa y luego miró al reportero cambiando apenas la expresión.
- Pero él no es un asesino –le dijo cortante-, es un soldado que peleaba por su Patria.
A partir de esa aclaración tan obvia para ella como para mí, pero evidentemente necesaria porque selló la boca del periodista hasta el final, la conversación que se extendió durante aproximadamente una hora, fue muy amena y distendida. Una larga charla sin interrupciones.
Hablamos del capitán Hamilton, de su recuerdo, donde Victoria Carter me contó algunas anécdotas de su vida junto a John. Departimos sobre las virtudes militares, sobre el valor, el honor y el respeto entre soldados y sobre la guerra.
Y me agradeció muy especialmente haber manifestado el heroísmo de su esposo, que permitió que la propia Reina de Inglaterra se lo dijera personalmente, cuando le entregó la condecoración de Hamilton. “Que sabía que el Capitán era un héroe porque lo había dicho el propio enemigo”.
- Yo he decidido que el cuerpo de John siga en aquel lugar –me dijo en un momento antes de despedirnos-; él siempre decía que un soldado debe ser enterrado en el campo de batalla, en el lugar donde ha caído –recalcó-.
- Señora –recuerdo que le dije-, fue un buen combate y podría haber ocurrido que su marido estuviese hoy hablando en Buenos Aires con mi viuda.
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