Por Santiago Rivas
En América Latina sobran los fanáticos de Rusia y el equipamiento militar ruso, pero, sobre todo, de su líder fuerte. No es de extrañar en una región que muchas veces ha adorado a caudillos autoritarios y, frecuentemente, a dictadores.
Las potencias occidentales (Europa occidental y Estados Unidos), por su lado, se han venido debilitando, con la pérdida de liderazgos y una clase política podrida, sin ideas, con un progresismo que ha generado sociedades cómodas, cobardes y decadentes. Esto ayuda no solo a esta búsqueda latinoamericana (y de otras partes del mundo) por líderes fuertes, sino también a que estos líderes se animen a hacer lo que quieren, ya que tienen enfrente a una clase política occidental que no puede salir de su cobardía y su falta de inteligencia para los asuntos internacionales.
Estamos en una situación parecida a la de 1938, cuando un débil Neville Chamberlain creyó que podría convencer a Hitler solo con palabras para que no haya guerra. Su “éxito” hoy es bien conocido. Pero hoy no tenemos un Winston Churchill ni un Franklin Roosevelt que puedan cambiar las cosas y generar un liderazgo que frene el avance de Vladimir Putin.
Mientras esto sucede, China observa Europa oriental y mira de reojo a Taiwán. Lo que haga la OTAN en Europa le dará una pista de lo que sucederá cuando ellos vayan por Taiwán, un objetivo irrenunciable para la China comunista y que esperan lograr antes de 2030. No sería de extrañar que aprovechen el caos de estos días para lanzarse.
China también ve a occidente como un viejo débil y algunas veces internamente han indicado que Estados Unidos será en un futuro algo similar a lo que hoy es Argentina, una potencia en decadencia, desindustrializada y productora de materias primas, que no deja de rememorar su grandeza del pasado.
A los amantes de los caudillos fuertes puede atraerlos Putin o Xi Jinping, con su mano dura y sus actitudes frontales. Es cierto que ante la mediocridad política occidental parecen líderes atractivos. Y no es menos cierto que occidente necesita líderes fuertes, pero hay una diferencia muy grande y está en los valores y la cultura.
Primero, un líder fuerte puede ser bueno o malo si sus actitudes van en beneficio de su sociedad o en beneficio personal. Muchos líderes populistas latinoamericanos fueron fuertes y generaron atracción, pero solo pelearon por su beneficio personal, como Fidel Castro, Hugo Chávez y casi todos los líderes populistas del siglo XXI.
Por otro lado, en América Latina somos occidentales. Aunque la mayoría despotrica contra Estados Unidos, a la hora de emigrar no eligen Siberia ni el desierto de Gobi, sino Miami o California. Nos gusta la cultura occidental porque es nuestra esencia y porque sus libertades y el sistema capitalista nos brindan lo que deseamos. Nos gusta poder quejarnos cuando algo no es lo que queremos y no nos atrae la idea de terminar con un balazo en la cabeza ni presos por hacerlo.
Muchos plantean que aliarse con Rusia o China no significa adoptar sus sistemas, pero la realidad demuestra otra cosa. En general los aliados de ambos países son estados autocráticos o dictaduras, con poco respeto de las libertades individuales, mucha corrupción e instituciones sociales débiles o inexistentes. Basta ver que en América Latina estos son Cuba, Venezuela y Nicaragua, tres estados donde la democracia, los derechos humanos y las libertades están ausentes hace tiempo. Esto se debe a que los estados con posturas autoritarias no pueden actuar con comodidad con países democráticos y respetuosos de los derechos humanos, ya que estos últimos siempre les harán planteos sobre sus actitudes y limitarán sus negocios. A la vez, Rusia se ha convertido desde hace tiempo en un país manejado por un pequeño grupo de empresarios con actitudes mafiosas, que han podido hacer negocios fácilmente en países donde ese tipo de actitudes no son combatidas. En el caso de China, su entrada en países para expoliarlos de sus recursos naturales, como ocurre en África y Asia principalmente, solo fue posible gracias a la ayuda de dictadores o gobiernos corruptos, como Myanmar, Angola, Congo, Kazakstán y otros.
Es cierto que Estados Unidos y las potencias de Europa occidental también han tenido actitudes imperialistas y aplastaron los derechos de sociedades enteras alrededor del mundo durante los últimos siglos, y en el caso de Latinoamérica impusieron o apoyaron muchas dictaduras. También es cierto que desde los años 60 la Unión Soviética intervino en América Latina, principalmente a través de Cuba, apoyando a los movimientos terroristas de ideología comunista. Sin embargo, no es menos cierto que hoy todas las sociedades, especialmente en América Latina, viven según la cultura occidental, gozan de tecnologías desarrolladas en occidente y, en general, gran parte del desarrollo de infraestructura de la región tuvo relación con las potencias occidentales, con grandes obras donde intervino personal local (mientras que China lleva sus propios obreros y no contrata personal local en la mayoría de los países del mundo).
Esto no significa que occidente fue bueno, pero tampoco justifica cambiar un imperialismo por otro. Rusia no tiene los valores democráticos de occidente ni comparte los valores culturales. Tampoco es una potencia económica que pueda brindar grandes beneficios. Solo comparte, con una parte de la sociedad latinoamericana, su odio por occidente, especialmente Estados Unidos, pero de eso no viven las sociedades.
Para América Latina, el debilitamiento de occidente y la cultura occidental representa la amenaza del surgimiento, como ha venido ocurriendo en los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, de autocracias, dictaduras y gobiernos cada vez más corruptos, favorecidos por las nuevas potencias que ven en ellos una puerta abierta para hacer negocios con sus recursos naturales. Es preciso comprender que la disputa actual, mucho más allá de Ucrania, implica una pelea entre dos modelos de sociedad: una democrática y que busca, aunque con imperfecciones y errores, respetar los derechos y las libertades de los individuos, y otra autoritaria, donde una élite es la única con derechos y el resto de la sociedad está a su servicio.
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