En días en que se realizan elecciones en Gran Bretaña que pueden ser determinantes para su futuro, es interesante, por su significancia para la Argentina, intentar analizar por qué para ellos hoy sería más beneficioso que para la Argentina llegar a un acuerdo final por Malvinas.
En esta columna no planteo entrar en discusiones nacionalistas o patrioteras sobre los británicos, la guerra y demás, sino hacerlo desde un punto de vista pragmático sobre lo que a cada país sirve más a sus intereses y entendiendo que en política, guste o no, nunca se pueden plantear absolutos (por ejemplo, el reconocimiento de la soberanía argentina a cambio de nada).
Hace poco tiempo comentaba con un amigo y especialista naval británico, luego de que un petrolero británico sea capturado por los iraníes en el Golfo Pérsico, sobre la incapacidad que hoy tiene la Royal Navy de brindar protección a los buques de su bandera a lo largo y ancho del globo. Lo que para la mayoría de los países parece una obviedad, por el pequeño tamaño de sus flotas, no lo es para la armada que una vez rigió los mares e impuso su diplomacia a cañonazos desde sus buques. A pesar de ello, la fuerza ha invertido una suma gigantesca para volver a contar con portaaviones convencionales con capacidad de ataque, el segundo de los cuales ya está por entrar en servicio. Con dichas naves, equipadas con aviones F-35B de la Royal Air Force (aunque operados en conjunto con el Fleet Air Arm), la fuerza espera recuperar una capacidad estratégica que, de hecho, fue perdida con la baja del HMS Ark Royal en 1980, ya que durante el tiempo en que la fuerza operó sus Harrier y Sea Harrer embarcados su capacidad era más bien táctica y defensiva, sin poder realizar operaciones de gran envergadura a distancia de los buques.
Esto, sin embargo, choca con otra realidad: la fuerza carece de una importante fuerza de buques de superficie para protegerlos, con solo seis destructores Tipo 45 y trece fragatas Tipo 23. A la vez, su fuerza de submarinos comprende cuatro SSBN de la clase Vanguard, tres SSN de ataque clase Astute y tres clase Trafalgar. Como ejemplo, para 1982, cuando fue la Guerra de Malvinas, contaban con cuatro SSBN, 12 submarinos de ataque, 16 submarinos convencionales, dos portaaviones (más el Illustrious incorporado ese año), 17 destructores y 48 fragatas (de acuerdo al Jane’s Fighting Ships 1981/1982).
Más allá de que cada buque actual multiplica en capacidades a los que contaban en 1982, apenas son suficientes para brindar una escolta efectiva a los dos portaaviones en un entorno de guerra moderno y le impiden tener una capacidad para operar en distintos lugares del planeta a la vez. En un escenario mundial que va hacia la guerra asimétrica, donde la mayor amenaza ya no es una flota enemiga contra la cual empeñarse en una gran batalla naval, sino el peligro del terrorismo o acciones puntuales de fuerzas pequeñas contra buques civiles (al caso de Iran hay que sumar la piratería en las costas de África, el sudeste asiático y otras partes del mundo), si se quiere brindar seguridad de forma efectiva a los intereses propios hay solo tres opciones: o contar con una flota de tamaño considerable para mantener presencia global (como hoy solo puede hacer Estados Unidos), reducir la cantidad de amenazas o contar con mayor cantidad de aliados a lo largo del mundo que permitan cubrir áreas distantes sin necesidad de desplegar fuerzas propias.
Si bien el Brexit, que es casi seguro, con o sin acuerdo, no implica la salida del Reino Unido de la OTAN ni mucho menos, es de esperar un menor compromiso por parte de los países de la Unión Europea en proteger los intereses de quien está decidiendo salir de dicha unión.
Hace pocos días leía una columna en Clarín sobre por qué a los ingleses les preocupa menos perder Escocia que Malvinas (https://www.clarin.com/opinion/elecciones-reino-unido-ingleses-importa-perder-escocia-malvinas_0_Mv9gvJGH.html) y, hablando regularmente con muchos británicos, incluyendo muchos veteranos de guerra de Malvinas, uno entiende por qué esto es así: Una generación de ingleses que hoy sigue viva, también lo estaba cuando su país fue a la guerra por las Malvinas, pero ningún inglés vivo peleó ni vio a nadie pelear por Escocia. Hay una cuestión de orgullo en no resignar un territorio por el que fueron a combatir, pero, sobre todo, porque fue una victoria ajustadísima contra un adversario que pensaron que sería muy fácil de vencer. Y en la historia, Malvinas es más recordada por el valor de los pilotos argentinos que por cualquier otra cosa, lo que deja el sabor amargo de que el mundo, como muy pocas veces en una guerra, le reconoce más al perdedor que al vencedor. Para los británicos, aunque una victoria, Malvinas fue la guerra que más dañó la imagen de sus Fuerzas Armadas en el siglo XX, lo cual tiene un peso enorme en una nación que, justificadamente, es sumamente orgullosa de su poder militar, con el que forjaron en un tiempo el imperio más grande del mundo.
Los británicos en su conjunto, como ocurre desde un imperio hasta un individuo cuando está en decadencia, sufren el problema de seguir entendiendo la geopolítica con los ojos del pasado. Pero el mundo ha cambiado mucho y los años de la marina que reinaba los mares concluyeron poco después de la Segunda Guerra Mundial, pero no han desaparecido los enemigos.
Hoy el mundo está dividido en tres grandes poderes, entre Occidente, Rusia y China, con un futuro incierto sobre lo que ello deparará. A eso se suman tensiones en todo el planeta, entre grupos étnicos, religiosos, políticos, bandas criminales y otros.
Y el mayor problema está hoy en la incapacidad de Occidente, entendiéndolo como Europa occidental y América casi en su conjunto, de comprender, por un lado, la polarización del mundo actual y las estrategias de China y Rusia, que son bien distintas, y por otro, que, aunque haya enormes diferencias entre los países occidentales, mantenemos cierta unidad cultural y social que nos diferencia del resto.
Gran Bretaña ya no puede lidiar sola con la protección de sus intereses y encuentra, a la vez, que sus aliados ya no están tan cercanos y tienen que enfrentar sus propios problemas. Una visión de largo plazo y pragmática debería indicarles que deben reducir la cantidad de conflictos y buscar nuevos aliados para poder enfocarse en sus amenazas más importantes y que más daño pueden causarle a su economía en el futuro.
Si bien es cierto que el interés británico por Malvinas no está en sus habitantes ni las supuestas (y casi con seguridad inexistentes en gran cantidad) riquezas petroleras de las islas, sino en la proyección antártica, hoy la mayor amenaza a esa proyección no está en la Argentina, sino en otro país que está en la otra punta del globo: China, que viene aumentando su presencia en el continente sin que estén claros sus intereses allí ni qué actividades realizan.
Por otro lado, la postura intransigente británica hacia la Argentina, especialmente en impedir cualquier modernización de sus Fuerzas Armadas y en avanzar en la negociación con Malvinas, favorece la postura de sectores nacionalistas e izquierdistas argentinos de alejarse de occidente, esperando que un acercamiento a Rusia o China pueda ser beneficioso para la Argentina. Más allá de que ambos países en más de una oportunidad se han negado a poner a disposición de la Argentina material bélico de primera línea, sus intereses en muchos aspectos son contrapuestos a los de la Argentina y son países culturalmente, socialmente y políticamente lejanos y hasta antagónicos (ninguno de los dos posee una democracia republicana que funcione correctamente, entre otras cosas, y las libertades a las que estamos acostumbrados están bastante o completamente restringidas). El mismo error británico se puede decir que comete Estados Unidos con gran parte de la región, generando presión y favoreciendo intereses antagónicos con los países, que llevan a que se mire con buenos ojos a potencias que nada tienen que ver con los intereses latinoamericanos y que han demostrado tener posturas iguales o peores a las estadounidenses a través del planeta.
Si bien, durante muchos siglos los políticos británicos demostraron un pragmatismo y una capacidad de comprender lo que sucedía en su imperio y también en el resto del mundo, hoy, al igual que sucede con casi todos los políticos occidentales, carecen en absoluto de esta capacidad, a la que se suma el orgullo de una nación que intenta sostener los restos de un imperio que no existe más desde hace mucho.
La Argentina, a pesar de la usurpación de Malvinas, fue por más de un siglo el mayor aliado británico en América Latina, especialmente en la Segunda Guerra Mundial, cuando los abasteció de comida y otras materias primas, siendo además uno de los países de la región que más ha adoptado rasgos de su cultura. De resolverse la cuestión Malvinas (que debe incluir en cualquier caso el reconocimiento de la soberanía argentina), Gran Bretaña finalizaría uno de los conflictos que hoy mantiene y que le obligan a destinar una enorme cantidad de recursos, que les son escasos. A la vez, le permitiría mejorar su imagen en la región y podría apoyarse en la Argentina para proteger los intereses de ambas naciones en la Antártida (a los que se podría sumar Chile).
Por supuesto que cualquier negociación por Malvinas debería ser mucho más abarcativa que el traspaso de soberanía, sino que debe tener en cuenta los intereses de los isleños y mantenerles cierta autonomía, a la vez de que deberían incluir acuerdos comerciales y de defensa y seguridad entre Gran Bretaña y la Argentina, entre otras cosas, a lo que podría sumarse un acuerdo que incluya al Mercosur, lo que posibilitaría potenciar las economías de ambos lados. Una cooperación militar, que permita la recuperación de las Fuerzas Armadas argentinas, haría posible mantener la seguridad y la defensa de los intereses occidentales en esta parte del globo, incluyendo la Antártida, potenciando las capacidades de los países involucrados al poder atender otras amenazas en el resto del mundo.
La situación actual, en donde a la terquedad y orgullo de los británicos se suma la incapacidad de los argentinos de fijar una estrategia de largo plazo para recuperar las Malvinas, a la vez que se le da espacio a posturas infantiles, genera un perjuicio para ambas naciones y solo alimenta el odio de los extremistas nacionalistas y favorece los intereses de la izquierda argentina, que emplea el statu quo actual para reivindicar sus planteos contra las potencias occidentales. Pero, sobre todo, la situación actual se debe a clases políticas, en ambos países, incapaces de poder ver la imagen completa del partido que hoy se juega a escala global y de pensar en el largo plazo.
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