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No es solo Esequibo, es la carrera armamentística en la región

Por Ignacio Montes de Oca


La situación en Esequibo entre Venezuela y Guyana es algo más que un asunto bilateral. El referéndum del domingo puede tener una influencia regional, dado que puede incidir en el gasto militar de la zona y en el método para solucionar otros diferendos en curso. Vamos a los datos.

Comencemos viendo si existen otros conflictos limítrofes, porque lo que propone el chavismo es resolverlos de un modo unilateral. Vamos a ver esos litigios para saber si estamos ante un número grande de casos y si abarcan a una cantidad suficiente de países de la región.

El más evidente es el de Malvinas. Desde 1833 y con la guerra de 1982 mediante, Argentina le sigue reclamando a Gran Bretaña la restitución de ese archipiélago y los de Georgias del Sur y Sándwich del Sur. Se le suman intereses pesqueros y petroleros abundantes en la zona. Un poco más al sur hay diferencias en la delimitación del mar territorial en el océano Atlántico entre Argentina y Chile por una zona de 5.000 km2, desde que la administración Piñeira trazó los mapas en los que se arrogó la soberanía marítima en el extremo sur del continente. Hacia el norte, en el Pacífico persiste la controversia entre Chile y Perú por la soberanía de 37.000 km2 de plataforma marítima. Bolivia reclama a Chile la devolución de la región costera perdida en la guerra de 1879 y desde 1978 esta diferencia suspendió el vínculo diplomático.



Un poco más arriba, Ecuador y Perú resolvieron la diferencia limítrofe por la zona de Cenepa que provocó una guerra en 1995. Si bien la diferencia está resuelta, vale citarlo en este momento por el riesgo de repetirse la nulidad de los fallos y pactos invocada por Venezuela.

Las diferencias por zonas oceánicas se repiten entre Colombia y Venezuela por el archipiélago de Los Monjes y sus recursos petroleros. Colombia también tiene una disputa aun no cerrada con Nicaragua por los 50.000 km2 de las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Surinam y Guyana tienen reclamos cruzados por la región del Tigri y el río Coeroeni. Ambos países tienen aún una cuestión pendiente con Venezuela, porque los mapas coloniales podrían ampliar el reclamo de Caracas a otras zonas que hoy son parte de sus territorios. Guatemala reclama 11.000 km2 de Belice y Costa Rica y Nicaragua no terminan de resolver la situación de la Isla Portillos. Honduras y El Salvador tienen pendiente el diferendo por la Isla del Conejo, el remanente de un conflicto que en 1960 los llevó a la breve “guerra del Fútbol”.

Hay otros conflictos pendientes, como el de Brasil y Uruguay para resolver una parte de la traza común en Isla Brasilera y en Vila Thomaz Albornoz, la disputa entre Haití y EEUU por la Isla Nevaza y el reclamo cubano para que los estadounidenses abandonen Guantánamo.

Otras disputas no son de delimitación de límites, como es la generada por las actividades ilícitas entre Colombia, Ecuador, Venezuela, Brasil y Panamá, o por el uso de recursos fluviales entre Dominicana y Haití en Río Masacre o entre Argentina y Paraguay en la Cuenca del Plata.

Antes de continuar, y por tratarse de un tema sensible para los venezolanos, se aclara que es un análisis de escenario que no pone en tela de juicio la cuestión de la soberanía sobre el Esequibo, sino que se centra en el método desplegado por el chavismo y sus repercusiones. Más allá de la justicia en el reclamo venezolano, el planteo no es ni jurídico ni de pergaminos históricos, sino sobre la validez del modelo de resolución que salta por encima de los métodos diplomáticos y se sustenta en el uso del unilateralismo y el discurso belicista.

No es una especulación autocomplaciente dado que desde la irrupción de Rusia en Ucrania ese modo de resolución está siendo puesto a prueba y los apoyos que recibe Putin en su invasión hacen que sea una tendencia preocupante si implica la aparición de imitadores en otros estados. Si el Tercer Mundo reinicia el ciclo de calentamiento de disputas territoriales, el camino de la negociación cederá ante los discursos militaristas. Por eso el problema del Esequibo es un modelo que pone a prueba algo más que una cuestión entre Venezuela y Guyana.



El vínculo estrecho entre Rusia y Venezuela hace que esa identidad de enfoques le dé al evento una dimensión adicional, porque supone que el método putinista de solución drástica de controversias inaugurado en Crimea en 2014 muestre su posibilidad de replicarse en otras zonas. La existencia de un eje de países con identidad de métodos y enrolados en una cruzada global no hace más que darle vigor, recursos militares y la naturalización del método para lograr una legitimación aparente por la adopción del mismo modo de acción a escala global.

Luego de Putin, Azerbaiyán decidió resolver sus diferencias con Armenia por Nagorno KAravaj mediante el instrumento militar. Marruecos decidió avanzar sobre el Sahara Occidental para romper el status quo sostenido durante décadas en el litigio con España y Mauritania. Serbia movilizó tropas a la frontera con Kosovo con la excusa de incidentes étnicos. China sostiene diferendos militarizados con la India y con otros 8 estados por la delimitación de las zonas marítimas en el Mar del Sur, además del reclamo para que Taiwán vuelva a su control. Turquía reclama a Grecia la soberanía sobre varias islas en el Mediterráneo y Chipre y avanzó sobre territorio sirio e iraquí en su lucha contra los kurdos. Falta mencionar las irrupciones militares rusas en Georgia y la ocupación de Transnistria en Moldavia mediante separatistas.

En África las fronteras trazadas en la era colonial fueron la fuente de múltiples diferencias limítrofes entre Argelia y Marruecos por el Sahara Occidental, entre Libia y Chad por la región de Auzu, entre Namibia y Angola y así con una docena de disputas limítrofes.

En un marco más amplio, coloca a las diferencias limítrofes pendientes dentro de una secuencia que obedece a las necesidades del bloque de países con autocracias y su necesidad de multiplicar los focos de inestabilidad en su disputa con Occidente y sus aliados. Y en la misma senda, supone revitalizar la antigua costumbre de agitar el nacionalismo y las reivindicaciones territoriales pendientes para crear ambientes políticos internos en los que la “urgencia patriótica” habilite tomar medidas para debilitar la democracia y sus instituciones.

Desde que asumió Hugo Chávez implementó una alianza estrecha con Rusia, China e Irán que incluyó la cesión de los derechos de explotación minera y petrolera a cambio de un arsenal y el alineamiento estricto. Pero en particular, con los planes de Moscú y Teherán. Esto es particularmente importante si se pone en contexto el momento elegido para realizar el referéndum y agitar un nuevo conflicto que abra otro frente para Occidente y esta vez muy cerca de los EEUU, de manera que sume compromisos a los que ya asumió en Ucrania e Israel.



Mas allá de la cuestión nacional y lo que representa Esequibo para los venezolanos, elevar la temperatura de un conflicto que llevaba décadas en fase política y llevarla a un plano de amenaza militar, es consecuencia directa de esa alianza entre Maduro y Putin. No existe otro modo de explicar la oportunidad, además de la circunstancia del descontento interno que, por lo que indican las encuestas, puede volcar por primera vez la mayoría de los electores en contra del régimen chavista en las elecciones presidenciales de octubre de 2024. Para un país quebrado, es un sinsentido agitar un conflicto costoso y el momento que elige Maduro se contradice con sus urgencias económicas. El factor interno exclusivo se queda corto y, más aún, porque Rusia no puede auxiliarlo, por estar atrapado en las pérdidas en Ucrania. Pero si se lo observa desde la lógica de las alianzas y necesidades estratégicas de sus socios, perdido por perdido, bien vale sacudir el tablero para conmover el escenario interno y, al mismo tiempo, estimular un ambiente conflictivo externo. La ganancia, meramente es política.

Queda entonces la lógica geopolítica para anudar lo interno y lo externo. No se trata de un enfoque economicista sino a un hecho sencillo que surge de medir el impacto que tiene la inestabilidad y el militarismo en países que atraviesan dificultades económicas severas y crónicas.

Que un cazabombardero moderno cueste tanto como una represa o que cada tanque más que una escuela o un dispensario es un problema, porque las compras de materiales militares se hacen al por mayor y, sumando además los costos de mantenimiento, se multiplican los costos.

Esos valores se reproducen aún más si las compras se hacen de apuro por un aumento súbito de las tensiones y vuelven a crecer si se desata una conflagración y el mercado militar está saturado por otros conflictos paralelos, como está sucediendo desde que Rusia invadió a Ucrania.

Una fragata moderna vale hasta U$S 800 millones. Un caza, entre 50 y 100 millones, cada tanque, entre 4 y 9 millones y cada bala de 7,62 mm 50 centavos de dólar. Un proyectil de 155 mm de las que hoy se disparan de a miles a diario en Ucrania cuesta unos U$S 400, 30% más que en 2021. Es por eso que las carreras militaristas, que ocurren cuando se abandona la senda diplomática, tienen un impacto brutal en las sociedades. Mas aun si se hacen a las apuradas y el juego de la oferta y la demanda eleva los precios. Incluso sin entrar en una guerra, el costo es inmenso.



En el caso del Esequibo, sin importar si el asunto termina en una irrupción militar, a la fuerza va a tener efecto en la región. La sola idea de un regreso de la resolución por la fuerza o la amenaza militar es motivo para que se desate una carrera de rearme con efecto dominó.

El sutil paso desde la disuasión a la amenaza obligaría a reconsiderar las políticas de equipamiento militar, y la existencia de cuestiones limítrofes irresueltas agrega razones para aumentar los presupuestos militares en una zona que iba en el camino opuesto. América Latina es, respecto a otras regiones, una de las que tiene menor gasto militar en montos y en cantidades totales. Y hasta hoy es una zona libre de conflictos entre estados. El último fue el en 1995 entre Perú. Esos 28 años de estabilidad, son los que están en riesgo.

El gasto militar per cápita de la región es uno de los más bajos del planeta medidos en relación con el PBI. La mayor parte de los países está por debajo del 2% salvo por casos especiales como el de Colombia del 3% por el conflicto con la narcoguerrilla que atraviesa hace décadas. El gasto militar de Venezuela cayó del 3% al 0,6% del PBI desde el periodo de auge que va desde 2002 a 2009, cuando gastó U$S 12.700 millones en armas rusas chinas e iranies. Las compras bajaron porque no es buen pagador y además por el quebranto de su economía. Aun así, la crisis del Esequibo puede volver a elevar su gasto militar y con ello arrastrar a sus vecinos a la decisión de adquirir más y nuevas armas para equiparar a sus soldados. Y a los vecinos de sus vecinos para empardar la apuesta. Y así se esparce el reguero militarista.

Quebrar la tendencia a buscar una salida diplomática y adoptar enfoques militarizados puede crear una sangría de recursos para América Latina. El método usado por el chavismo tiene una influencia potencial muy compleja a largo plazo en una región que no resalta por su prosperidad. La alternancia de gobiernos de signo opuesto en un mismo país también pueden agudizar estas tensiones o canalizarlas para el consumo político interno. Ya lo vimos en las acusaciones y movilizaciones militares entre Colombia y Venezuela antes de la llegada de Gustavo Petro. La relación entre el chavismo y Colombia se revirtió con la llegada del populismo a Colombia. En este juego, la diferencia en la política exterior de Brasil entre Bolsonaro y Lula es tan grande como la que promete el cambio en Argentina entre Milei y Alberto Fernández de Kirchner. En cada cambio de signo político hay una variación en el posicionamiento y un enrolamiento de diferente grado con alguno de los centros de poder global que pueden gestionar más tensiones y acumular más motivos para que se callen los embajadores y comiencen a ordenar los generales.

En la era de los golpes militares, esa carrera armamentista fue la que les dio peso político a los uniformados. También está en juego hacer un retroceso a tiempos en que los temores y los ejércitos pesaban tanto que a veces terminaban aplastando a las instituciones políticas. Luego, el juego de alianzas tendrá su efecto en la elección del mercader de armas. Si será EEUU, Europa, Rusia, Brasil o China tendrá que ver con los posicionamientos. En todos los casos, Maduro podrá reclamar su comisión por haber estimulado al crecimiento de la demanda. Hay un dogma siniestro que dice que Occidente crea conflictos para vender armas. En este caso es un presidente en el extremo opuesto de la mesa el que lo hace. Quizás sus socios en Moscú, Teherán y Pekín vean a la región como un prospecto para reemplazar mercados perdidos. En ese trámite, se va agrandando la trampa de los discursos castrenses reemplazando al lenguaje diplomático y el riesgo de incidentes en zonas ahora militarizadas. O que gobiernos con compromisos con Rusia o Irán busquen ponerle un cebo a esa emboscada belicista.


El pacto militar de julio entre Bolivia e Irán, el acercamiento de Rusia a ese país y la alianza con Cuba, Venezuela y Nicaragua o los discursos antioccidentales en otras capitales de la región son elementos que se suman al temor que se soliciten crear otros focos de conflicto. Por ejemplo, con la llegada del dúo Ortega & Murillo al poder en Nicaragua se elevaron las tensiones fronterizas con sus vecinos y su gasto militar, junto al alineamiento con Rusia, que proveyó de material desproporcionado para los riesgos reales que afronta ese país.

Por definición, los populismos de izquierda o de derecha suelen arrojarse en el militarismo para protegerse de invasiones y despojos imaginarios inspirados en escenarios de siglos pasados. Cuba es uno de los gobiernosaurios que gasta el 2.88% de su paupérrimo PBI en defensa. Aunque no siempre haya una amenaza inminente, suelen armarse para reforzar sus argumentos paranoicos, la profecía autocumplida surge cuando toda la vecindad busca equiparse que quedar en estado de indefensión si alguna diferencia que se pensaba controlada vuelve a activarse.

De allí que lo que fuera a hacer Venezuela tiene influencia en su entorno inmediato y un impacto secuencial en una región que hasta ahora venía controlando sus pulsiones militaristas. El aleteo de una mariposa en Esequibo puede convertirse en un dron sobrevolando una frontera. El belicismo y los discursos ardidos pueden apurar las alianzas y alineamientos y convertir a los estados en parte de un juego global que, en lugar de asegurar la paz, los transformen en piezas blindadas de un ajedrez ajeno. Ya sucedió en la Guerra Fría y puede repetirse. Por eso mientras los venezolanos votan – o se abstienen de hacerlo – en el referéndum del domingo, hay otra deliberación que involucra al resto de la región y es la elección respecto al método para resolver sus controversias pendientes o las que fueran a surgir más adelante.

Latinoamérica debe elegir si se suma a la moda putinista de militarizar la respuesta ante los problemas externos e invocar un patriotismo autocrático o si insiste en el camino de la negociación, aunque los resultados no cumplan sus expectativas o los tiempos deseados. En síntesis, la región debe decidir si regresará a los arsenales sobredimensionados y costosos o adoptará sistemas militares acordes a sus necesidades y recursos. O, si se prefiere, si Latinoamérica ha madurado en sus respuestas o si va a convertirse en un espacio Maduro.

Este no es un alegato para terminar con las fuerzas armadas y reemplazarlas por milicias o legiones de pacifistas armados con osos de felpa y frases insoportablemente leves de Osho. Apenas advierte del riesgo de un derrape militarista ruinoso que se perfila en el horizonte.

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