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Ángel Rojo

Dilemas éticos y la guerra aérea. Equilibrio entre objetivos militares y preocupaciones humanitarias



Por Ángel Rojo


Este tema tiene una gran importancia porque forma parte del ser militar y, por ende, de su propia formación. Ello se debe a que los militares son los principales responsables de aplicar la fuerza con la mayor humanidad posible, en caso de un conflicto armado, para lograr los objetivos impuestos por el poder político. Esto los puede llevar a tener que enfrentar diferentes dilemas éticos.

Comenzamos concordando que la ética y la moral son construcciones mentales que regulan el comportamiento humano y permiten un direccionamiento de su accionar en forma aceptable y positiva. Este valor constituye la base misma de la razón del ser militar, por ser éste quien tiene la capacidad de infringir mayor violencia en un conflicto armado.

Pero a veces nos encontramos con situaciones que nos brindan dos alternativas; cada una de ellas tendrá repercusiones negativas y positivas a la vez y pondrán en conflicto los diferentes valores que nos rigen. Es decir, estamos frente a situaciones que nos suponen dilemas éticos.

Estos dilemas surgieron alrededor de la aviación, inclusive antes de que se materializaran las aeronaves y se fueron incrementando a medida que se produjeron nuevos desarrollos tecnológicos.



Así se presentó el primer “dilema ético” cuando Francesco Lana de Terzi, jesuita italiano y pionero aeronáutico, tomó conciencia de que su boceto de un artilugio aéreo se podría llegar utilizar como arma de guerra y atacar las ciudades desde el aire. Por lo cual escribió en su libro “Prodromo” en 1670: "Dios nunca permita que se construya esta máquina, porque todo el mundo se daría cuenta de que nadie estaría a salvo de los ataques: pesas de hierro, bolas de fuego y bombas serían arrojadas desde gran altura".

Pero debido al deseo del hombre de volar a semejanza de los pájaros y al fecundo ingenio humano hizo que ese aparato aéreo fuera una realidad dando lugar a un nuevo dilema ético.

Las autoridades de los nuevos Estados que se fueron conformando con posterioridad a la Paz de Westfalia y que ya tenían ejércitos regulares a partir de 1783 comenzaron a incorporar, en grado creciente, los primeros globos y luego artefactos más pesados que el aire.

El “nuevo dilema ético” versaba ahora sobre la utilización o no de estos medios aéreos en la guerra, el cual inicialmente se resolvió en forma negativa.

Así, la Primera Conferencia Internacional de la Paz de La Haya de 1899, produjo una declaración que proclamaba que “Las potencias contratantes consienten, por un período de cinco años, en la prohibición de lanzar proyectiles o explosivos de lo alto desde globos o por otros medios análogos nuevos”.

Ese criterio continuó reinando durante la Segunda Conferencia Internacional de la Paz de 1907, que en términos similares prorrogaba esa declaración hasta el fin de la tercera Conferencia Internacional de la Paz.

Pero debido a la voluminosa incorporación de las aeronaves a las fuerzas armadas de aquel entonces, su pronta disponibilidad y las imperiosas necesidades de lograr una ventaja militar en los conflictos armados, hicieron que ellas fueran utilizadas primeramente, no como armas, pero sí contribuyentes al esfuerzo militar tales como transporte, fotografía, comunicaciones, exploración avanzada, reglaje de tiro, etc.

No se demoró mucho hasta que se los empleó como arma ofensiva.



Así efectivamente, en la guerra Italo-Turca en 1911 se lanzó por primera vez una bomba a las tropas que se encontraban en un oasis en pleno desierto, y con ese acto introdujo al mundo la idea de la guerra desde el aire. Había nacido la era de los bombardeos, lo que también abrió la puerta a todos los horrores que este tipo de práctica traería en el futuro. Previo a ello, y quizás ante lo irremediable, el Instituto de Derecho Internacional en su sesión de Madrid, llevada a cabo el mismo año, declaró que era admisible que las aeronaves se usaran en la guerra “en la medida que no produjeran mayores daños a la población civil que los medios de superficie”.

Estos dilemas fueron planteados con un profundo, enaltecido y genuino sentimiento de humanidad donde se busca obtener la ventaja militar concreta y prevista, observando y guardando, un equilibrio con los principios de humanidad. Surgió así el Principio de Proporcionalidad, propio del Derecho Internacional Humanitario.

Impregnados de la tradición ética cristiana, los abogados internacionales de los siglos XVII y XVIII, transformaron la ética en un cuerpo rudimentario de derecho internacional. Sus esfuerzos innovadores culminaron en las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907, las Convenios de Ginebra de 1949 y Protocolos I y II de 1977 de los Convenios de Ginebra. Estos han brindado certezas y acotado el libre arbitrio con los que otrora contaban los Estados y al que debemos ajustarnos por encontrarse internacionalmente reconocido por prácticamente todos los Estados existentes. Incluso los Estados que no los han firmado, se esfuerzan en declarar que de todos modos cumplen con lo establecido en ellos, por ejemplo EEUU.

Lamentablemente, las grandes guerras mundiales del siglo pasado no han sido un ejemplo de observancia de ese “equilibrio” entre el logro del objetivo material y los principios de humanidad, en especial la Segunda Guerra Mundial. La adopción de la estrategia de bombardeo por saturación de ciudades enteras y/o localidades no defendidas, no permite guardar un equilibrio entre la necesidad militar, el objetivo material a batir y los principios de humanidad, debido a que no es posible efectuar una distinción entre objetivo material y bienes civiles y entre combatientes y no combatientes, principio del Derecho Internacional Humanitario.

Tampoco lo fueron las acotadas guerras que le sucedieron inmediatamente, tales como las de Corea y Vietnam.

Creo que ello respondió en buena medida a la necesidad militar de doblegar la capacidad de lucha del enemigo lo antes posible y según los pensadores del poder aéreo de comienzo del siglo pasado, como Dohuet, Trenchard o Mitchell, abogaron por el uso de los bombarderos como armas capaces de decidir la guerra aérea mediante la posibilidad de eliminar la aviación enemiga en el suelo, destruir la base industrial del país y destruir el estado de ánimo de su población. También puede haber influido que no existía una definición universalmente aceptada de lo que debía entenderse por objetivo material y consecuentemente los Estados beligerantes los definieron libremente.

Señalo entonces que el “dilema ético” entre el cumplimiento de la misión asignada, la ventaja militar concreta y prevista obtener y en definitiva el objetivo material a batir, debemos pensarlo, planificarlo y ponerlo en práctica conforme a estos instrumentos internacionales.



En este sentido, el Protocolo Adicional I para conflictos armados internacionales define efectivamente Objetivo Militar. En su Artículo 52 dice: “Los ataques se limitarán estrictamente a los objetivos militares. En lo que respecta a los bienes, los objetivos militares se limitan a aquellos objetos que por su naturaleza, ubicación, finalidad o utilización contribuyan eficazmente a la acción militar o cuya destrucción total o parcial, captura o neutralización ofrezca en las circunstancias del caso una ventaja militar definida”

Por otra parte, en su artículo 51, se prohíben los ataques indiscriminados, es decir los que no están dirigidos contra un objetivo material concreto o los métodos o medios empleados no permitan limitarlo a lo ya prescripto.

Consecuentemente, el tema que venimos abordando sobre los dilemas éticos del empleo del poder aéreo ha pasado a ser también de relevancia y orden jurídico. Por ello, los comandantes tienen en sus estados mayores el asesoramiento de sus asesores legales para apoyar la planificación de las operaciones militares observando las normas jurídicas en las que han convenido la totalidad de los Estados, prácticamente.

Y lejos de constituir ello un impedimento o un obstáculo para la realización de operaciones militares, en realidad conforman un manual de uso para que militarmente se lleven a cabo misiones exitosas.

Pero más allá del marco jurídico internacional, el mayor dilema que enfrenta el militar es transitar por la delgada línea donde de un lado se encuentran las necesidades militares y del otro, los principios de humanidad.

Entendiéndose por "necesidad militar" al "principio que justifica medidas de fuerza regulada no prohibidas por el derecho internacional y que son indispensables para asegurar la pronta sumisión del enemigo, con el menor gasto posible de recursos económicos y humanos".

Con el desarrollo tecnológico de las municiones guiadas de precisión, la tecnología furtiva y la navegación asistida por satélite, los bombardeos aéreos se han vuelto más precisos que nunca. También podemos sumar el cambio doctrinario impulsado por las nuevas teorías del empleo del poder aéreo de John Warden que se aplicaron en la Guerra de Golfo.

Si bien esta mayor precisión es un avance bienvenido para los planificadores de campañas aéreas que deseen aplicar el principio militar de 'economía de fuerza', tiene el beneficio adicional de simplificar el cumplimiento de los requisitos legales y éticos para minimizar los 'daños colaterales' o el bombardeo involuntario de no combatientes e instalaciones no militares.

En cambio, el éxito de los ataques de precisión ha puesto de relieve otro dilema ético: la legitimidad de destruir objetivos de uso dual, como instalaciones de energía eléctrica, que impactan tanto las operaciones militares como las vidas de los civiles y los cuales pueden producir efectos a largo plazo sobre estos últimos. Pero este dilema está en un área gris debido a que no ha sido restringido desde el punto de vista jurídico, ético o doctrinario y no hay ninguna tendencia a corto plazo a prohibirlos.



Más recientemente, la aparición de nuevos medios aéreos no tripulados y la incorporación de la Inteligencia Artificial en drones merodeadores o kamikaze nos vuelve a plantear nuevos “dilemas”.

Consecuentemente el “dilema” de hoy día radica en la delegación a este tipo de ingenios, totalmente letales y autónomos, la facultad y la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte de seres humanos. Es decir, que puedan operar sin la posibilidad del control humano en el curso de una operación militar.

Respecto de ello hay que tener presente el artículo 36 del Protocolo I. Tal artículo en términos sumamente claros prescribe: “Armas Nuevas. Cuando una Alta Parte contratante estudie, desarrolle, adquiera o adopte una nueva arma, o nuevos medios o métodos de guerra, tendrá la obligación de determinar si su empleo en ciertas condiciones o en todas las circunstancias, estaría prohibido por el presente Protocolo o por cualquier otra norma de derecho internacional aplicable a esa Alta Parte contratante”

A este actual “dilema” se debe prestar el mayor esfuerzo en su resolución, pues los efectos y consecuencias de una inapropiada decisión pueden generar consecuencias impredecibles.

Para ir finalizando y como interrogante principal hay que tratar de mantener la humanidad de la guerra, en el sentido de que sea dirigida por humanos, porque es lo que garantiza el sentido de benevolencia hacia los demás, no hay que dejar la guerra en manos de las máquinas. John Boyd nos recuerda acertadamente que “las máquinas no hacen la guerra; el terreno no hace la guerra. Los hombres pelean guerras. Tienes que meterte en sus cerebros. Ahí es donde se ganan las batallas”. La guerra aérea, cualquiera que sea el grado de tecnología involucrada, siempre seguirá siendo una dialéctica de voluntades e inteligencia.

Asimismo, a pesar de los avances jurídicos que se logren, los dilemas éticos sobre el empleo del poder aéreo van a continuar a medida que sigan avanzando los desarrollos tecnológicos y que el balance entre las necesidades de la conducción militar y la humanidad de la guerra va a seguir caminando por una línea delgada.


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