A lo largo de la historia, las principales armadas de América Latina se enfocaron en tener cierta capacidad ofensiva de superficie. Si bien con distinto grado de desarrollo, donde se destacaron principalmente Argentina, Brasil y Chile, seguidos por Perú, Colombia, Venezuela y Ecuador, y un poco más atrás México, Cuba y Uruguay, todas apuntaron a tener una fuerza con capacidad para medirse contra sus vecinos y, eventualmente, con potencias extrarregionales. Los tres primeros nombrados llegaron a hasta tener acorazados, mientras que la Argentina y Brasil fueron los únicos que contaron con portaaviones.
Sin embargo, la última importante renovación de las distintas flotas con la incorporación de buques de nueva construcción data de los años 70 y 80, cuando la Argentina compró los destructores Tipo 42 y Meko 360 y las corbetas tipo A-69 y Meko 140, Brasil con las fragatas clase Niteroi y las corbetas Inhaúma, Perú y Venezuela con las fragatas clase Lupo y Colombia con la clase Almirante Padilla, entre otras. Desde entonces, las pocas incorporaciones que hicieron algunas fuerzas fueron de unidades de segunda mano producidas principalmente también entre los años 70 y 80, con algunos casos de unidades de los años 90, como ha sido el caso de las armadas de Chile y Brasil, mientras la Argentina y Brasil continuaron sumando embarcaciones de clases comenzadas a producir en los 80, como fueron las Meko 140 y las Inhaúma/Barroso respectivamente.
Esta situación lleva a que, en la actualidad, la flota de superficie de casi todas las fuerzas cuente con una gran antigüedad y en muchos casos han sufrido pocas modernizaciones, lo que les deja un poder de combate real bastante dudoso si se lo compara con las flotas de las marinas de primer orden. En esto cabe destacar que, por muchos años, algunas de las fuerzas de la región se mantuvieron muy cerca del tope tecnológico, aunque con flotas menores en cuanto a cantidad, lo que les daba un poder de fuego interesante. Hoy se puede decir que solo algunas de las fragatas en servicio en la Armada de Chile, que han sido modernizadas, se encuentran en cierto grado de modernidad al comparárselas con las tecnologías de punta hoy disponibles en el mundo.
Ahora, ante esta realidad, resulta llamativa la falta de programas de modernización que se terminan llevando a cabo y, mucho más, la falta de planes de nuevas construcciones que reemplacen a las unidades hoy en servicio. Por supuesto que la mayor limitante es el presupuesto, pero resulta poco aceptable siendo que muchos de los países tienen enormes superficies marítimas con gigantes riquezas por proteger. La pesca y la producción de hidrocarburos en el mar hoy son fuentes de ingresos para las naciones que no se pueden subestimar, pero que no están debidamente protegidos en la mayoría de los casos.
Ante esta realidad, la mayoría de las fuerzas ha optado por poner el foco en los patrulleros oceánicos (OPV por sus siglas en inglés) que han comenzado a incorporarse a gran escala en las últimas dos décadas principalmente, aunque países como México ya venían siendo pioneros en su uso desde los años 80. A México se le sumaron Chile, Brasil, Venezuela, Colombia y más recientemente Argentina y Honduras, mientras que Perú, Ecuador, Uruguay y El Salvador mantienen programas para su incorporación. Si bien son buques necesarios para ejercer una presencia en el mar y patrullar para evitar actividades ilegales, es importante destacar que, dentro del rol de las Armadas, cumplen una función secundaria, ya que no podrían hacer frente a cualquier amenaza por parte de un buque de guerra (entendiendo como tal a los buques con capacidad ofensiva, como corbetas, fragatas o destructores) ni ante aeronaves o submarinos. La función de los OPV es principalmente policial y no de defensa, por lo que, ante el deterioro de las flotas de superficie, la capacidad real de las naciones latinoamericanas de proteger de manera eficiente los espacios marítimos se va viendo reducida hasta la insignificancia.
En tiempos de paz esto parece ser irrelevante, pero en un mundo con tensiones crecientes y donde el comercio internacional marítimo es uno de los pilares de la economía moderna, la capacidad de las naciones no solo de proteger sus espacios, sino su comercio internacional, se va volviendo más relevante.
Construir una fuerza naval de superficie lleva muchos años, desde el diseño y la construcción de los buques hasta la formación de sus tripulaciones para que tengan una capacidad real de combate. Hoy, cualquier programa de construcción naval que se inicie se sabe que dará sus frutos dentro de la década siguiente.
En la actualidad, solo existen dos programas de construcción de nuevos buques de guerra en América Latina, con el proyecto POLA de México, el cual preveía alcanzar ocho unidades de fragatas, aunque el gobierno actual lo redujo solamente a la unidad ya entregada, y el proyecto Tamandaré de la Armada Brasileña, que prevé solamente cuatro unidades.
En el caso de México, es el programa de mayor envergadura que ha llevado adelante su Armada, históricamente equipada con destructores y fragatas recibidos de segunda mano de Estados Unidos y buques patrulleros. Lamentablemente, una unidad es totalmente insuficiente en un país bioceánico.
Para Brasil, las cuatro fragatas de la clase Tamandaré son también insuficientes si se toma en cuenta que deberán reemplazar a las seis clase Niteroi, cuatro Greenhalgh, cuatro corbetas Inhauma, y posteriormente a la corbeta Barroso, lo cual implica una reducción en unidades de un 70 %. Este plan es un enorme contraste con lo que era originalmente el proyecto Prosuper, que planteaba contar para 2030 con dos portaaviones y unos 30 buques de escolta entre destructores, fragatas y corbetas.
Entre los únicos otros que están incorporando unidades de superficie con capacidad ofensiva está Chile, con dos fragatas clase Adelaide para reemplazar a las clase L desactivadas, pero se trata de buques que entraron en servicio en 1992 y 1993, y diseñados en los años 70. También Colombia, con corbetas clase Donghae y Pohang donadas por Corea del Sur y Perú, con una clase Pohang para ser empleada como patrullera. Estas también son embarcaciones construidas en los años 80, con poca capacidad ofensiva en el escenario actual.
En otros casos, el programa PES de Colombia, por la incorporación de una nueva clase de fragatas que reemplacen a la clase Almirante Padilla, a la vez que brinden mayores capacidades, está prácticamente estancado, de la misma manera que el proyecto de modernización de los destructores Meko 360 y las corbetas Meko 140 de la Armada Argentina. En los casos de Perú y Venezuela no existen proyectos de reemplazo de sus fragatas clase Lupo, que están llegando al final de su carrera, mientras que en Uruguay y Ecuador solo existen programas por OPV, en el primer caso para reemplazar a las dos fragatas clase João Belo.
Si bien el estado de la mayoría de las fuerzas latinoamericanas es bastante similar, generando cierto equilibrio, esto no ocurre cuando se compara su poderío con fuerzas extrarregionales, limitando así la capacidad de proyección ante un conflicto convencional.
Ante este escenario, es importante destacar que, si bien la incorporación de OPV es necesaria, no se debe pretender reemplazar con estos a las unidades de superficie principales, en un intento de pasar de armadas oceánicas a otras con simple capacidad costera o policial, incapaces de proteger efectivamente los espacios marítimos ante todo tipo de amenazas. Para la mayoría de las Armadas de la región, la situación actual implica que, de no iniciarse nuevos planes de incorporaciones, especialmente de unidades nuevas o de segunda mano pero construcción más recientes, su capacidad para proteger los intereses marítimos se verá prácticamente eliminada hacia el 2030, cuando en la mayoría de los países los buques actualmente operativos estarán ya dados de baja o a punto de serlo.
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