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Contrainteligencia prohibida

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Del Estado Cubano y Montoneros al kirchnerismo, una misma lógica contra la Nación Argentina


Por Santiago Lucero Torres


Hay decisiones de gobierno que, observadas con distancia, revelan más de lo que quisieron mostrar. En 2006, a través de la ministerial 381, la entonces Ministra de Defensa de Argentina, Nilda Garré, prohibió a las Fuerzas Armadas la realización de actividades de contrainteligencia, incluso en sede militar y, peor aún, en plena era de la información prohibió no solo la realización, sino también el estudio de las Operaciones Psicológicas que se enmarcan dentro de lo que se llama Guerra de la Información. Con ello dejó a nuestras fuerzas inermes frente a la propaganda de actores extranjeros que pretendieran influir sobre la moral y el espíritu de combate.

En 2009, mientras el kirchnerismo profundizaba su ofensiva para impedir que las Fuerzas Armadas desarrollaran cualquier forma de contrainteligencia, una herramienta básica en todos los países serios para proteger capacidades estratégicas, ese mismo gobierno autorizaba mediante decretos excepcionales el ingreso a un cargo sensible del Ministerio de Defensa de una ciudadana británica, hija de funcionarios de la embajada del Reino Unido en nuestro país. En pleno conflicto de soberanía por Malvinas, la coincidencia no desconcierta, expone una forma de entender el Estado y sus alineamientos.

La Resolución 1020 del Ministerio de Defensa firmada por Nilda Garré dejó asentado que no resultaba procedente realizar tareas de contrainteligencia ni siquiera frente a hechos graves dentro de la jurisdicción militar. Esa frase burocrática funcionó como un candado ideológico destinado a dejar a las Fuerzas sin capacidad de prevenir amenazas externas, infiltraciones o accesos indebidos a información sensible. La Argentina, un país con más de catorce mil kilómetros de fronteras y un archipiélago ocupado por una potencia extranjera, quedó formalmente desarmada en uno de los mecanismos más elementales de autoprotección.

Ese mismo año, Cristina Fernández de Kirchner firmaba decretos para exceptuar del requisito de nacionalidad a Natalia Laura Federman, británica nacida en Londres que nunca quiso nacionalizarse argentina, al punto que en dichos decretos figura con su DNI de extranjera. Meses después la designó directora de programas vinculados a Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario dentro del Ministerio de Defensa, con acceso directo a legajos, archivos y documentación. En cualquier país con un conflicto de soberanía activo permitir que una ciudadana de la potencia ocupante accediera a áreas sensibles del aparato de defensa sería impensado. En la Argentina, en cambio, se trató como un simple trámite administrativo.

Pero este patrón no comenzó ni terminó allí. El kirchnerismo mostró repetidamente una inclinación a alinearse con intereses externos antes que con los propios. No es un fenómeno nuevo. En los años setenta, Montoneros y el ERP no actuaron como expresiones autónomas de un conflicto interno argentino, sino como organizaciones que respondían política, ideológica y operativamente a un Estado nacional extranjero. Cuba, bajo la conducción directa de Fidel Castro, fue el núcleo de esa estrategia. Desde La Habana se diseñó, financió y coordinó una política explícita de exportación de la revolución armada como instrumento de proyección geopolítica. La Conferencia Tricontinental de 1966 y la posterior creación de la Organización Latinoamericana de Solidaridad no fueron foros simbólicos sino estructuras operativas impulsadas por el régimen cubano para promover la lucha armada, entrenar cuadros, proveer inteligencia, canalizar recursos y subordinar organizaciones locales a una estrategia continental. El Departamento América del Partido Comunista Cubano, la Dirección General de Inteligencia y el Ministerio del Interior articularon durante años redes de formación, logística y conducción que actuaron en Argentina, Bolivia, Nicaragua, Colombia, El Salvador y Venezuela. El objetivo no fue la liberación de los pueblos sino la desestabilización sistemática de los Estados nacionales y la captura del poder por vías armadas al servicio de un proyecto ideológico externo.


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La Argentina no fue una excepción ni un exceso local. Fue parte de una operación regional concebida desde un Estado extranjero que utilizó organizaciones armadas como instrumentos políticos sin importar el costo en vidas, instituciones y cohesión social. Que décadas después ese mismo espacio político haya reivindicado a esas organizaciones, relativizado sus crímenes y elevado a ex integrantes de ellas a posiciones centrales del Estado, incluyendo el Ministerio de Defensa, no es una contradicción sino una continuidad. Cambiaron los métodos, pero no la lógica. La subordinación del interés nacional a una matriz ideológica ajena y la tolerancia frente a influencias externas siguieron siendo rasgos persistentes.

Décadas después, esa lógica reapareció bajo nuevas formas. El Gobierno firmó el Memorándum con Irán pese a las acusaciones de la Justicia argentina y de organismos internacionales por el atentado a la AMIA. Más tarde, la sintonía política con el chavismo se mantuvo incluso cuando buena parte del continente denunciaba violaciones sistemáticas a los derechos humanos y corrupción estructural en Venezuela.

A ello se sumó otro capítulo riesgoso. El apoyo político, económico y logístico que distintos organismos del Estado brindaron a grupos seudo mapuches responsables de tomas de tierras privadas y, lo que es más grave, de predios pertenecientes al Ejército Argentino. Varias de estas agrupaciones no reconocen la bandera nacional ni la soberanía argentina sobre la Patagonia y, sin embargo, recibieron recursos, beneficios y legitimación. A esto se añade un dato poco discutido pero relevante. Numerosas fundaciones británicas llevan años financiando iniciativas políticas, ambientales y territoriales de estos grupos cuyo accionar erosiona la cohesión nacional en una zona estratégica del país.

El cuadro se completa con otro ejemplo de entrega estratégica, la instalación de la base espacial china en Neuquén, un enclave de uso dual firmado con opacidad, cedido por cincuenta años y con un nivel de autonomía operativa que ningún Estado prudente concedería sin estrictos controles. Mientras el mundo debate la competencia geopolítica, la Argentina se apresuró a ofrecer territorio, soberanía operativa y silencio. Y no solo en Neuquén, también en San Juan, con la complicidad de autoridades universitarias locales, se intentó establecer otra base china.


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En ese marco, la combinación de una contrainteligencia militar anulada, la designación excepcional de una funcionaria británica en un área neurálgica y una política exterior permeable a influencias foráneas no aparece como un accidente sino como la consecuencia de una concepción del Estado que antepone ideología y conveniencia política a los intereses permanentes de la Nación. Un país que renuncia a proteger sus capacidades se vuelve vulnerable. Un país que entrega excepciones discrecionales en áreas sensibles compromete su seguridad. Un país que hace ambas cosas sin debate público se expone a riesgos de enorme magnitud.

En este punto es imposible ignorar un contraste moral que atraviesa nuestra historia. San Martín advirtió que cuando la patria está en peligro todo está permitido menos no defenderla. El general Gregorio Aráoz de la Madrid escribió que el soldado no vive para sí sino para la Nación y que la Nación debe honrar a quienes la sirven. Durante años ocurrió lo contrario. Se debilitó deliberadamente a quienes debían defender al país y se honró, incluso con cargos estratégicos, a quienes en el pasado atentaron contra él.

Hoy, sin embargo, el contexto internacional también empieza a modificarse. Por primera vez en mucho tiempo, un presidente de los Estados Unidos como Donald Trump decidió abandonar los eufemismos y la cómoda indiferencia. Sin algodones ni ambigüedades, optó por influir activamente para que países como la Argentina puedan salir del barro en el que quedaron atrapados durante décadas de malas decisiones y alineamientos equivocados. Con Trump, la mayor potencia del mundo deja de ser un mero observador. Vuelve a emerger una política hemisférica activa, explícita, orientada a disputar influencia, a limitar regímenes autoritarios y a respaldar a quienes buscan reconstruir Estados nacionales viables.

Ese cambio externo coincide con una oportunidad interna. La Argentina ingresa en una etapa distinta. Se retoma la idea de una defensa nacional profesional, seria, alineada con el interés estratégico y no con necesidades partidarias. Es un cambio de época que abre una oportunidad para corregir errores, reconstruir capacidades degradadas y recuperar la noción elemental de soberanía.

Si el país decide aprender de este pasado reciente, podrá dejar atrás décadas de negligencia estratégica y avanzar hacia un sistema de defensa moderno, robusto y plenamente comprometido con la Argentina real, la de sus fronteras, su mar, su Patagonia y su futuro. Es una oportunidad histórica y esta vez, con un Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas como el Presidente Milei y un Ministro de Defensa como el Teniente General Presti, están dadas todas las condiciones para no dejarla pasar.

 



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