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El espejismo industrial: la verdad oculta de los programas de offset

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Nacieron como instrumentos de cooperación y acabaron convertidos en espejos del poder. Los programas de offset venden independencia, pero reproducen dependencia y en su brillo diplomático, la tecnología viaja… pero el control se queda.

 

Por Andrea Guidugli

 

Introducción – 2011 El Perú implementa el programa de offset

El funcionario británico se inclinó sobre la mesa, bajó la voz y, con un gesto tan rápido como preciso, dibujó un círculo invisible sobre la hoja del contrato: Offset, my friend, significa pagar un treinta por ciento más para sentirse socio.

Era Lima, alrededor de 2011. Afuera, el ruido de la avenida Arequipa se mezclaba con el eco de los platos en el Club Nacional. El Perú acababa de adoptar un programa de compensaciones industriales inspirado en el modelo colombiano. Sobre el papel, debía generar transferencia tecnológica, empleo y soberanía industrial. En la práctica, pocos creían que un país sin un tejido productivo sólido pudiera digerir semejante promesa.

Con los años, había aprendido que el offset es un lenguaje diplomático disfrazado de ingeniería: se habla de desarrollo, pero se negocian silencios. Los contratos se firman en oficinas con aire filtrado, los comunicados celebran “acuerdos estratégicos”, y detrás se mueven empresas intermedias que gestionan proyectos de compensación tan brillantes como efímeros. Nadie acusa a nadie: los intereses cruzan océanos y los resultados, casi siempre, se miden en comunicados, no en fábricas.

A veces los programas funcionan — como en Colombia, donde, por ejemplo, las OPV nacieron de esa política —, pero más a menudo se convierten en espejos que reflejan la asimetría entre quien vende tecnología y quien la recibe. En el fondo, el offset es una coreografía de poder: el vendedor gana dinero, el comprador gana narrativa, y ambos declaran victoria.

 

Offset vs. Transferencia industrial

Para entender por qué muchos programas fracasan o se transforman con el tiempo, conviene distinguir dos conceptos que suelen confundirse: offset y transferencia industrial.

El Offset es un mecanismo contractual de compensación ligado a una compra de defensa. El país comprador exige al proveedor extranjero que “devuelva” parte del valor económico del contrato — normalmente entre el 30 % y el 100 % — mediante actividades que generen beneficios locales.

Puede incluir:

  • producción o ensamblaje parcial del sistema adquirido

  • subcontratación de componentes

  • formación y capacitación técnica

  • inversiones industriales o civiles

  • incluso programas de investigación o universitarios (offset indirecto)

El punto clave es que el offset nace como cláusula obligatoria del contrato de compra. Es una condición de venta, no un proyecto voluntario.

La Transferencia Industrial o co-producción es, en cambio, un proceso tecnológico o productivo acordado entre empresas — a veces con apoyo estatal — que puede desarrollarse incluso sin un contrato de offset.

Sirve para:

  • establecer líneas locales de producción

  • crear capacidades de mantenimiento (MRO)

  • reducir la dependencia externa.

Aquí el objetivo no es “compensar una compra”, sino construir capacidades industriales y cadenas de valor. Suele nacer de acuerdos comerciales, joint ventures o programas de cooperación estratégica.

 

De la ilusión a la práctica

El sueño de la transferencia tecnológica suele comenzar con un apretón de manos y un comunicado optimista. Los discursos hablan de cooperación estratégica, de soberanía industrial, de know-how compartido. Pero detrás de cada acuerdo se esconde una verdad menos diplomática: quien vende tecnología raramente entrega el alma de lo que produce.

Los programas de offset se convierten en espejos donde cada parte ve lo que quiere ver. El comprador imagina independencia; el vendedor, fidelización. En medio, aparecen empresas intermediarias que gestionan las “compensaciones” y convierten las promesas de desarrollo en presentaciones de PowerPoint. Los proyectos nacen, se anuncian y, en muchos casos, desaparecen sin dejar más rastro que un titular de prensa.

 

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Casos emblemáticos: entre la copia, la adaptación y el aprendizaje

La historia de la transferencia tecnológica en defensa está hecha de imitaciones discretas y de evoluciones audaces. Algunas naciones aprendieron copiando; otras transformaron el aprendizaje en industria. El caso iraní es el ejemplo clásico: el cañón Fajr-27, réplica casi literal del 76 mm italiano de Oto Melara, simboliza cómo un producto licenciado puede convertirse, con tiempo y recursos, en una copia funcional destinada a sustituir las importaciones.

La antigua Breda Meccanica Bresciana se hizo su fortuna recorriendo el camino inverso: partiendo del diseño sueco de Bofors, lo mejoró con una segunda caña y una cadencia superior. Copió, sí, pero innovó.

En Europa, Navantia representa la versión más estructurada y virtuosa del offset: cada vez que firma un contrato naval, exige a los proveedores de sistemas de armas y sensores que cedan parte de la producción a sus astilleros o en plantas asociadas (Ferrol, Cartagena, Cadiz). Así garantiza trabajo local, mantiene el conocimiento en territorio español y, además, vende asistencia técnica al cliente final. Es un modelo de equilibrio industrial, una forma de retener poder sin romper alianzas.

En América Latina, el caso Embraer es el más brillante. De receptora de tecnología extranjera pasó a convertirse en exportadora global. El secreto fue simple y difícil a la vez: absorber el conocimiento, invertir en ingeniería y mantener un Estado que creyera en su industria. Lo que empezó como cooperación con Estados Unidos e Italia terminó en independencia, con programas propios y un ecosistema tecnológico que ya no necesita tutores.

La experiencia de Fassmer, el astillero alemán que transfirió diseño y asistencia para la construcción de patrulleros oceánicos en Colombia (COTECMAR) y Chile (ASMAR), demuestra que la transferencia puede funcionar si existe disciplina industrial. Los chilenos y colombianos supieron aprovecharla: construyeron buques, formaron técnicos y ganaron una modesta pero real autonomía en mantenimiento y diseño.

Más recientemente, Iveco Defence Vehicles llevó esa lógica a tierra firme. Su planta en Sete Lagoas, Brasil, no solo ensambla el vehículo blindado Guaraní 6×6, sino que produce componentes clave, entrena personal y desarrolla proveedores locales. El proyecto, nacido del acuerdo con el Ejército Brasileño, es hoy una de las experiencias de transferencia tecnológica más consistentes del continente: una fábrica operativa, no un titular de prensa.

Estos casos muestran las dos caras del espejo: copiar no siempre es robar, y transferir no siempre es enseñar. La diferencia está en quién controla el proceso, quién conserva el conocimiento y quién se atreve a convertir la dependencia en aprendizaje.

 

Offset y transferencia: dos caminos que se cruzan

No todo lo que se llama offset es transferencia tecnológica, ni toda transferencia nace de un offset. El primero es un mecanismo contractual de compensación: el proveedor extranjero devuelve parte del valor del contrato mediante producción local, formación o inversión.

El segundo es un proceso industrial más profundo: un acuerdo entre empresas que busca crear capacidades sostenibles, más allá del calendario político o comercial. El offset nace de una obligación; la transferencia, de una visión. Cuando ambos coinciden, cuando la obligación se convierte en oportunidad, los resultados pueden ser duraderos. Pero cuando la política sustituye a la planificación, el resultado suele ser un espejismo caro.

 

El lado oculto de los programas de offset

En el mapa de los programas de offset, América Latina ocupa un lugar ambiguo: demasiado pequeña para competir, demasiado visible para ser ignorada. Cada país ha intentado, con mayor o menor fortuna, convertir los contratos de defensa en motores de desarrollo industrial.

Colombia fue el ejemplo más cercano al éxito. Con planificación, apoyo político y una visión de largo plazo, logró que sus acuerdos de compensación se tradujeran en capacidades reales: las OPV construidas localmente son una muestra concreta, pero incluso allí, la sostenibilidad industrial depende más de la voluntad estatal que de la rentabilidad.

En el extremo opuesto, países con menor tejido tecnológico, como Perú o Paraguay, firmaron compromisos ambiciosos que pronto se diluyeron entre plazos, sobrecostos y expectativas poco realistas. Los talleres se inauguraron, los comunicados circularon, y luego el silencio volvió a ocupar su lugar.

En medio de esos contrastes emergió un actor poco visible: las empresas intermediarias de offset, agencias que, en teoría, facilitan el cumplimiento de las obligaciones industriales. Diseñan proyectos, gestionan fondos, certifican avances y se presentan como traductores entre mundos que no se entienden. Pero su poder radica precisamente en esa confusión: operan en una frontera donde la legalidad se mezcla con la conveniencia.

Algunas cumplen su función con profesionalismo; otras funcionan como amortiguadores de responsabilidad. Si un proyecto fracasa, nadie es culpable. Si un contrato se encarece, todos lo atribuyen a la complejidad del proceso. En los informes, las cifras cuadran; en el terreno, las máquinas no giran.

En los círculos industriales y diplomáticos todos lo saben, pero casi nadie lo dice en voz alta. Los intereses cruzan fronteras y, en un ecosistema donde todos ganan algo, no conviene señalar al vecino. Los programas de offset, que nacieron para fomentar desarrollo, se han convertido en muchas oportunidades en un sistema de compensaciones simbólicas donde la opacidad es una forma de equilibrio.


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Conclusión estratégica: el espejo del poder y los límites del offset

Cuando uno mira atrás, la promesa original de los programas de offset tiene un brillo que ha ido opacándose con el paso del tiempo. Nacieron como mecanismos de compensación amables — “hacemos negocios, pero también inversiones locales” — pero, en la práctica, han demostrado ser espejos que reflejan más los desequilibrios que las soluciones.

El vendedor gana porque vende más caro: el costo del offset suele ser absorbido por el país adquirente, no por quien provee la tecnología. Los intermediarios ganan porque gestionan la ilusión: traducen las promesas industriales en planes, informes y presentaciones impecables, muchas veces sin que esos planes nazcan del terreno. El gobierno receptor gana porque puede anunciar que “ha cumplido con las obligaciones” y que está invirtiendo en su industria nacional. Pero la industria local rara vez gana: los talleres históricos no crecen, las cadenas de suministro no se consolidan, la autonomía tecnológica queda en el plano retórico y no en el operativo.

En una industria donde las sumas son altas y las variables técnicas complejas, pocas voces pueden cuestionar públicamente las fallas. Las acusaciones de copia, manipulación o discrecionalidad quedan fuera del debate formal. Al final, el espejo del offset muestra el poder en su forma más sutil: el poder simbólico.

Los discursos sobre autonomía tecnológica, industria nacional, soberanía científica tienen presencia en ceremonias, pero no siempre en realidades palpables. Si algo caracteriza al siglo XXI en defensa es que la capacidad de espiar, controlar y proyectar influencia ya no se mide solo por el calibre de los cañones, sino por quién desarrolla el software, quién fabrica el chip y quién puede replicar, sin pedir permiso, lo que se le vendió ayer.

Y nosotros al final nos preguntamos: ¿hasta qué punto los países que “hicieron bien sus deberes de offset” han logrado algo más que una bonita narrativa industrial?

 

 

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