Por Ignacio Montes de Oca
Las guerras suelen ocurrir por pequeñeces. Y la actual guerra económica entre China y Occidente es un ejemplo. El conflicto ya se desató y es a todo o nada. Hablemos de chips, virus y de una batalla tecnológica que va a definir el futuro de las grandes potencias
Empecemos por una obviedad: el que controla la tecnología, dominará el ciclo productivo global y con ello el mercado económico mundial. El valor agregado en las exportaciones genera más riqueza que los productos primarios. Y en ese ciclo, el mercado de microchips es la clave. Los microchips y los semiconductores son el nervio central de una economía moderna. Es fácil encontrarlos en celulares, autos y electrodomésticos. Pero también se usan para la agroganadería, la minería y los servicios. Sin ellos, una economía regresaría a la edad de piedra. Incluso si uno renegase de la tecnología, dependería de ellos para etiquetar un producto orgánico, para imprimir los carteles contra la modernidad o para cargar combustible antes de ir lejos de la civilización. O para ser rescatado en caso de arrepentirse de la vida de ermitaño.
Antes de seguir, es bueno que no contradiga lo que acaba de leer, porque es gracias a ellos que puede hacerlo y eventualmente contestar que estoy equivocado. Aclarado el punto, vamos a hacer un poco de revisión del mercado para pasar luego a la guerra económica. En 2020, a causa del freno industrial provocado por la pandemia, hubo una repentina escasez global de microchips. Se frenó la producción de electrodomésticos y autos, por ejemplo, y el mundo miró hacia Taiwán con ansiedad. Es lógico, es allí donde se producen en su mayoría.
Vamos a las cifras. La taiwanesa TSMC controla el 54% del mercado global de microchips. Le sigue la surcoreana Samsung con el 17% y el tercer puesto es para otra compañía de Taiwán, UMC, con un 7%, y FB de EEUU, con un porcentaje similar. Las empresas chinas, controlan otro 7% sumando a SMIC, HH Grace y DB HiTek.
En 2022, cuando Putin invadió Ucrania, el mundo volvió a mirar a Taiwán. El temor era que Pekín aprovechara la oportunidad para lanzarse sobre la isla. Mas allá de las preocupaciones estratégicas, el temor era que una movida militar dejara sin microchips a la industria global. Pero había un par de datos que indicaban que China quizás no iba a cometer semejante locura. No solo porque se exponía a una respuesta militar occidental y a un conflicto de consecuencias ruinosas para ambos bandos, sin que además implicaba pegarse un tiro en el pie. El otro dato que bajaba el tenor de la amenaza china estaba en sus cifras de importación. La compra de microchips y semiconductores fue su mayor fuente de importaciones. Solo en marzo de 2023, importó por U$S 30.700 millones, levemente por encima de los 30.4000 millones de crudo. Y aquí viene la cuestión geopolítica que va más allá de las bravuconadas y maniobras militares: de lanzarse contra Taiwán, su industria enfrentaría un bloqueo de países que representan en 93% del mercado de insumos tecnológicos vitales. Con su 7%, no puede reemplazarlos.
Tampoco es válido suponer que tomando Taiwán se apropiaría del 61% del mercado. No funciona como con tierras de cultivo o arreos de ganado. Irrumpir en Taiwán solo le haría tomar el control de edificios sin asegurarse el control del conocimiento, máquinas, procesos e ingenieros. Incluso suponiendo que contrataran a Ethan Hunt para lograr la misión imposible, tampoco se asegurarían el control del mercado. Para entenderlo, vamos a explorar el mercado de los microchips y semiconductores, que no son lo mismo sino parte de un ecosistema tecnológico complejo.
Los microchips funcionan dentro de circuitos integrados que incorporan semiconductores y otros elementos. Para fabricarse, utilizan equipos de impresión de una precisión que se mide en nanómetros. Es una tecnología tan exquisita como difícil de dominar. Revisemos entonces al mercado mundial de los semiconductores y sus actores centrales para entender que no alcanza con tomar intactas las instalaciones taiwanesas y a todos sus trabajadores especializados e ingenieros para seguir produciendo como si nada hubiera sucedido.
El mercado de semiconductores es controlado por TSMC de Taiwán, SK Hynix de Corea del Sur, Micron, Broadcom, Texas Instruments y Qualcomm de EEUU y, en menor media, a HiSilicon de Huawei. Ya sea que se trate de sensores, memorias u otros componentes, China está en desventaja. El 33% de las fábricas de semiconductores pertenecen a EEUU, el 22% a Corea del Sur, el 10% a Japón, el 8% a Europa y el 7% a China. Y si hablamos de instrumentos para su fabricación, EEUU controla el 44%, Japón el 29%, Europa el 23% y el 4% restante se lo reparten Corea del Sur y China. Para producir estos componentes, se utilizan materias primas muy específicas, cuyo mercado se reparte en un 56% para Japón, un 14% para Europa, un 10% para Corea del Sur, 16% para Taiwán y un 4% para China. Observamos que China es en extremo dependiente en todos los rubros.
Un par de ítems más. El mercado de diseño es dominado en un 47% por EEUU, seguido por Corea de Sur con un 19%, Europa y Japón con un 10% cada uno y detrás por China con un 5%. Y en cuanto a las patentes, se reparten en un 53% en EEUU, un 43% en Europa y el resto en China.
Falta un paso más para terminar de entender las capas de producción implicadas. Queda el software para programar y producir microprocesadores que es dominado ampliamente por empresas norteamericanas con un 96% y Japón con el 3%. Sin esas instrucciones, no hay producción.
Queda el registro de “tierras raras”, necesarias para producir semiconductores que era dominado por China. En 2021 Noruega anunció el hallazgo del que podría ser el mayor yacimiento de fosfatos del mundo en su territorio, incluso superior a los que tienen China y Marruecos.
Nos mareamos con tantas cifras y datos para entender que, aun tomando Taiwán y las fábricas de microchips, China sigue siendo vulnerable tecnológicamente en un rubro que es crucial para su funcionamiento y para obtener las divisas por sus exportaciones. Pero esto recién empieza...
Como vemos, Taiwán controla la parte final del proceso, pero Occidente y sus aliados en el Extremo Oriente dominan los pasos previos. China no tiene una posición siquiera relevante en ningún tramo, salvo en la compra y ya podemos empezar a entender la vulnerabilidad del gigante. En 2021 exportó U$S 804.500 millones en maquinaria eléctrica y electrónica, U$S 492.300 millones en productos informáticos, U$S 108.900 millones en automóviles y U$S 88.800 millones en aparatos médicos. El 59,4% de sus ventas externas dependen directamente de los microchips. No es solo una cuestión de ventas externas. Demanda cordilleras de chips y semiconductores para sus obras de ingeniería, sostener y mejorar su industria alimentaria y de energía, extender sus trenes balas, administrar y avanzar en sus proyectos militares y de control social.
China necesita años para alcanzar la tecnología de sus competidores y dominar procesos en extremo complejos que le permitirían ser autónoma en términos tecnológicos. No faltará quien diga “pero China informó hace poco que controla una tecnología clave en microchips”. Si, pero no.
La empresa china SMIC anunció en agosto de 2022 que sus ingenieros habían roto la “barrera de los 10 nanómetros”, un hito en la miniaturizacion de los microchips que le permitiría producir modelos con prestaciones aún más avanzadas. Sonó genial, pero no para los entendidos. Las industrias de Occidente, Corea del Sur, Japón y Taiwán están operando en los 5 nanómetros. Por eso la novedad fue un buen golpe de prensa y nunca más fue nombrada. Pero asumamos que los ingenieros chinos logran avanzar en ese campo. Enfrentan otro problema. Para crear los microchips hacen falta unos equipos de impresión litográfica ultravioleta muy avanzada que son fabricados por muy pocos países, entre los que no se encuentra China. Solo la holandesa ASML produce los modelos más precisos, seguida por las japonesas Nikon y Canon.
Entonces, China enfrenta un panorama complicado tanto en el campo de la producción en general, como en el acceso a los modelos más avanzados que pueden marcar una diferencia crucial al competir con sus productos en el mercado global como para fabricar armamento avanzado.
No hablamos solo de dotar a un celular Huawei o de otra empresa china de prestaciones superiores para competir con los Iphone. Se trata también de la tecnología que necesita un misil hipersónico para operar correctamente o un avión de 5° generación en un entorno de combate. Aunque China dominara la tecnología, en nanómetros y hasta a escala atómica, no tiene medios para traducirlos en productos que puedan ser fabricados porque carece de equipos adecuados. Y ahora es donde entramos de lleno en la guerra comercial y el boicot occidental contra Pekín.
La guerra comercial se inició en 2017 cuando China instituyó la nueva Ley de Seguridad Nacional que ponía a las empresas en su territorio y a sus empleados bajo el mando estatal y les ordenaba explícitamente “apoyar, ayudar y cooperar con el trabajo de inteligencia estatal”. El gobierno del presidente norteamericano Donald Trump contestó con una redada de ciudadanos chinos y el cierre de un consulado tras acusarlos de espionaje. Luego, canceló un proyecto de telefonía de Huawei situado cerca de sus bases militares. Era solo el comienzo. En 2018, canceló un proyecto para que China construyera una pagoda en Washington tras detectar la llegada de material electrónico para la obra por medio de valijas diplomáticas. Por su ubicación estratégica, podría haber servido para realizar espionaje sobre edificios federales.
En mayo de 2019 Trump restringió el acceso a tecnologías sensibles a empresas chinas por sospechas de espionaje industrial, entre ellas al fabricante de semiconductores china SMIC. Luego subió los aranceles a los productos chinos y Pekín contestó haciendo lo mismo con los de EEUU.
Trump atacó luego la estrategia de las empresas de tecnología y servicios chinas para entrar al mercado de EEUU. La ofensiva contra Tik Tok, las acusaciones de espionaje contra el 5G chino y el arresto de la heredera de Huawei, Meng Wanzhou, fueron parte de esa política. Con la llegada del COVID, Trump aumentó la apuesta y acusó a China de manejar la pandemia como un arma geopolítica. Dijimos que la guerra es por cosas pequeñas y el entonces presidente norteamericano corroboró la tesis. Con la llegada de Biden, la guerra escaló.
La asunción Joe Biden en enero de 2021 hizo pensar a muchos que atenuaría o revertiría la guerra comercial. No podían estar más equivocados. En noviembre de 2022 prohibió la venta de productos Huawei y de ZTE, otra de las grandes exportadoras de tecnología china. En octubre de 2022, cuando aún no se superaba la crisis de los microchips, EEUU estableció la Ley de Ciencia y Chips que terminó de sacar a China del mercado de los microprocesadores. Fue una declaración de guerra tecnológica que atacó a lo más profundo de la economía china. La Ley prohíbe transferencias no autorizadas de microprocesadores de alta gama, de las herramientas para producirlos y el software para su programación. Incluye una extensa “lista negra” de compañías sospechadas de espionaje a favor del gobierno chino o de su desarrollo militar. La medida se extiende a las empresas extranjeras que utilicen estos servicios. Por ejemplo, al salir la Ley la mayor fabricante de microchips del mundo, la taiwanesa TSMC, tuvo que frenar los envíos a China porque en el proceso de producción usa equipos y software creados en EEUU.
El 12 de octubre de 2022, ASML le envió una carta a sus empleados en la que les informaba a sus empleados norteamericanos que no debían involucrarse en proyectos vinculados con China. Acto seguido, restringió todo trato con compañías chinas que implicara su tecnología más avanzada. La advertencia se basaba en un capítulo del Acta en donde prohibía a los ciudadanos estadounidenses vincularse con proyectos con China que implicaran a los microprocesadores y sus tecnologías asociadas, bajo amenaza de multas y hasta la quita de la ciudadanía a los ofensores.
EEUU busca golpear también el recurso humano de su adversario. Los ingenieros chinos aún están en pañales frente a sus pares occidentales en la tecnología de semiconductores y microchips. Esta barrera también alcanza a otras nacionalidades que trabajan en empresas de EEUU. En este punto la guerra incorporó a la Unión Europea, que además de avalar las restricciones a la empresa holandesa ASLM para vender equipos avanzados a China y presentó una demanda contra Pekín en la OMC por vulneración de patentes tecnológicas. Solo una muestra del compromiso europeo: por pedido de la UE, en noviembre de 2022 el gobierno alemán impidió la venta del fabricante de semiconductores Elmos a la compañía Silex Microsystems, una empresa sueca que es subsidiaria de la empresa china Sai Microelectronics.
Atentos a que un conflicto en Asia podría poner en riesgo su provisión de microchips, EEUU anunció en agosto un plan de 52.700 millones para recuperar el tiempo tecnológico perdido por su industria, respaldar a las compañías de países aliados y radicar parte de la producción en su territorio.
La Unión Europea lanzó su propio plan con 43.000 millones de inversiones privadas y públicas para desarrollar su industria en los próximos años y ocupar una cuota del 20% del mercado global en 2030. Al final de este proceso, el hemisferio planea superar cualquier avance de China.
Tanto EEUU como Europa están arrojando montañas de dinero para reemplazar las factorías en Asia y en particular en Taiwán, mientras bloquean el esfuerzo chino para seguir abasteciéndose de microchips de diverso nivel de desarrollo. Es la guerra, expresada en nanómetros.
Pero la estrategia tiene otro objetivo y es económico. Desde hace dos décadas, el déficit de EEUU y los países europeos en el comercio con China se mantiene alto. El traslado de la industria occidental a ese país para abaratar costos tuvo consecuencias no deseadas a largo plazo. Occidente financió el desarrollo industrial chino tolerando la cesión tecnológica lícita e ilícita frente al modelo chino de asimilación y copia de desarrollos y procesos occidentales. En ese proceso, el valor agregado de las importaciones chinas fue creciendo de manera constante. El acceso al enorme mercado interno chino fue otro estímulo, que de a poco fue perdiendo el atractivo frente al aumento del ingreso interno de sus ciudadanos, los riesgos políticos, la ausencia de respeto a las patentes y la aparición de otros países con costos más bajos.
Al mismo tiempo, Occidente fue perdiendo industrialización y autonomía en la provisión de una inmensa cantidad de productos de consumo y bienes de capital. La falta de barbijos y otros insumos que solo podía proveer China durante la pandemia fue un signo claro de esa decadencia. No solo se trató de barbijos y vacunas. En el mercado global, las empresas chinas fueron mejorando sus productos y comenzaron a desalojar a los diseños occidentales. El déficit con China es solo una parte de un problema pendiente que Occidente tardó en enfrentar.
Con China cada vez más agresiva y frente a la experiencia amarga de la dependencia de los hidrocarburos de Rusia cuando comenzó la invasión a Ucrania, se aceleraron los tiempos para hacer control de daños tras décadas de financiar el crecimiento chino. Y ya se ven los indicios. Apple trasladó su producción de China a la India y otras fábricas tecnológicas se mueven a Vietnam y México, huyendo de las restricciones políticas y de control dentro de China y el riesgo de un conflicto que las deje en las mismas condiciones que a las inversiones occidentales en Rusia.
La taiwanesa SMSC apura la instalación de una nueva planta de microchips en EEUU. Intel invertirá 20.000 millones para una nueva fábrica en Ohio. Europa espera duplicar su producción de microchips en siete años. Mientras tanto, restringen el acceso tecnológico a China.
Pekín afronta entonces un problema grave con consecuencias muy profundas. Si les restringen el acceso a los chips más avanzados, el grueso de sus exportaciones corre riesgo de perder competitividad frente a otros actores en todos los rubros posibles. Perder competitividad implica además menores ingresos por unidad exportada, que además se traduce en un menor peso cualitativo en los mercados que podrían desplazarla por aquellos estados en donde Occidente y sus aliados decidan depositar su confianza tecnológica.
Ese menor peso cualitativo reflejaría un menor peso económico global y por ende un retroceso estratégico, porque gran parte del avance de China en el camino a ser superpotencia se basó en su comercio y la calidad creciente de sus productos como sustituto de los occidentales. Para mejorar su competitividad necesita no solo de inversión monetaria, sino de mantenerse dentro de la carrera tecnológica para hacer más eficientes sus procesos productivos o mejorarlos con robótica e incluso con Inteligencia Artificial. Pero para eso necesita microchips avanzados.
Por donde se encare el problema chino, nos topamos con la estrategia de contención tecnológica de Occidente. Lo que necesita Xi Jinping para cerrar esa brecha es tiempo e inversión. No le sirven ni su ejército, ni sus misiles hipersónicos ni sus miles de barcos y aviones de guerra. Incluso si decidiera resolver la cuestión por las armas, el conocimiento ajeno no se conquista. Puede recibir tsunamis de petróleo y tormentas de gas de regalo, pero no alcanza. El problema de China es grande pero pequeño, necesita chips para seguir vigente como potencia. Su mercado es inmenso, pero no puede absorber todo lo que produce y los mercados más desarrollados exigen calidad actualizada que sin los componentes avanzados que le están vedando, irán a otro proveedor para abastecerse. Es sencillo y simple de entender.
China es la factoría del mundo. Pero si es relegada del circuito de chips y semiconductores, corre el riesgo de convertirse en una tienda de segundas opciones mientras la producción se dispersa en otros países que los dueños de la tecnología consideren más confiables.
A Occidente y sus aliados la mudanza no les saldrá barata, pero seguramente el costo será menor que el que están pagando hoy por apoyar a Ucrania, en sancionar a Rusia y en las pérdidas que provocó la invasión en la economía mundial. Es cuestión de comparar daños. En cualquier caso, la amenaza que pende sobre la economía china en términos de retroceso tecnológico, de descapitalización por migración de empresas y por la pérdida de mercados, es hasta ahora más efectivo que decenas de portaaviones navegando en el Mar de la China. El golpe de Occidente toca de lleno al plan Made in China 2025 mediante el cual Pekín busca desde 2015 convertirse en líder tecnológico global en la siguiente década. Sin chips, que son el corazón de esa estrategia, el programa carece de su insumo principal y de destino.
Habiendo recorrido todo este camino de chips, espías y aranceles, podemos suponer entonces que hay un motivo para explicar por qué China finalmente no atacó a Taiwán y porque resistió la tentación de sumarse a la moda rusa de resolver sus deseos por medio de las armas. También, porqué apela a la negociación para terminar con el conflicto en Ucrania sin afectar ni apoyar militarmente a su socio ruso. Xi Jinping sabe que Occidente presiona a China para que decida si prefiere petróleo barato o microchips modernos para mantenerse actualizada.
Si proyectamos las consecuencias del bloqueo tecnológico en el tiempo, es posible imaginar el efecto en el tiempo que tendrá sobre su tasa de crecimiento que ya viene bajando a un 2% en 2020, con un rebote del 8% por el fin de la pandemia en 2021 y que en 2022 volvió a bajar a un 3%. Desde principio de 2023 los pedidos de manufacturas desde Occidente cayeron un 40%. Las exportaciones chinas un 6,8% interanual en 2023. Las ventas de China a EEUU un 21,8%. Las de la UE habían caído en diciembre un 17,5%. Pekín ya sintió el cimbronazo.
La importancia de China para EEUU es alta, pero no la más prioritaria. Es el tercer socio comercial (13%) luego de Canadá (14,9%) y México (14,7%). EEUU es también el tercer socio de China luego de las naciones del ASEAN y la UE. Rusia, es importante señalarlo, no aparece en el top 10.
La UE tiene a China como primera fuente de importaciones con un déficit anual de 400.000 millones de euros en 2022. Sus principales compradores son EEUU y el Reino Unido. Luego viene China. Hacer caer el valor agregado de las compras a China es entonces un buen negocio para la UE.
El tiempo, que es el factor clave en todo este asunto, obliga a Xi Jinping a mostrarse menos belicista para relajar la ofensiva de los microchips. No tiene muchas alternativas porque no puede resolver el problema ni en el corto ni en el mediano plazo y el tiempo apremia.
Aún queda la herramienta de las sanciones a las empresas chinas que colaboran con el esfuerzo de guerra ruso o ampliarlas a aquellas que comercien con Rusia. Quizás Occidente espera a ver que sucede con el boicot tecnológico y que se acaben los stocks de chips que quedan en China.
Es curioso, pero Pekín enfrenta un dilema parecido al de Moscú: la falta de microchips para sostener su estrategia. Y China no puede hacer como los rusos, que saquean lavadoras ucranianas o contrabandean de a poco. Su apetito tecnológico es mucho más voraz.
Pekín está viendo el aspecto más agresivo de EEUU y de sus aliados europeos y asiáticos. No vino en forma de misiles o vehículos camuflados. Llegó en formato minúsculo y ese laberinto de circuitos resultó aún más pequeño y letal que el virus que salió de China en 2019. Es difícil saber que sucederá. La guerra económica tardará en definirse. Occidente debe resolver el problema del reemplazo de los costos chinos y China como responder al reto occidental. El resto del planeta mira expectante e impotente como crece esta lucha entre titanes.
PS: las artes marciales chinas enseñan que no se trata de lanzar muchos golpes, sino de dar uno en el sitio y el momento preciso. Así como China fue copiando los desarrollos de Occidente, parece que sus adversarios finalmente aprendieron la lección de los maestros de la lucha chinos.
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